sábado, 31 de julio de 2010

Ante la ley


El no reconocimiento de la identidad de género es causal de toda clase de violaciones a los derechos humanos de las personas que viven una identidad distinta de la asignada al nacer o al ser inscriptas como ciudadanas en partidas o documentos: expulsión del sistema educativo y de la atención a la salud, falta de oportunidades laborales o de acceso a la vivienda social, entre otras violencias como la estigmatización o la represión policial basada en edictos y códigos. A lo largo del debate sobre la ley de matrimonio fueron muchas las voces que enunciaron la necesidad de una ley de identidad de género como paso siguiente. Ese futuro ya llegó.

Habían pasado apenas unas horas desde que el Senado argentino aprobara la ley de matrimonio igualitario cuando Jorge Rial puso al aire una entrevista con Florencia de la V. A ella, justamente a ella, este conductor había mandado preguntarle si estaba pensando en casarse. La respuesta de Florencia de la V tuvo dos partes. Primero dijo que sí, que estaba pensando en casarse. Luego dijo que no, y no porque hubiera cambiado de idea, sino porque para casarse quería contar, antes, con el reconocimiento legal de su identidad femenina. Rial no soportó el revés, ni la tentación de devolverlo con creces. Al presentar la entrevista ya grabada decidió “explicar” a su audiencia la respuesta que estaba a punto de escuchar al aire. ¿Qué mejor “explicación” que repetir varias veces el nombre legal masculino de quien es públicamente conocida como Florencia de la V?

Es cierto: lo único que vuelve especial este intercambio es que tuvo lugar en la televisión, vista y oída por un número impreciso pero grande de personas (¿Unas millones? ¿Unas miles? ¿Unas cientas? ¿Unas cuantas?). También es cierto que es precisamente ese carácter televisivo el que la archiva, la atesora y, al mismo tiempo, la produce y la mantiene disponible como evidencia. Y ahí estará, ahora y para siempre, como una muestra –como una muestra más– de lo que significaba ser trans* en Argentina allá por el 15 de julio del 2010.

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La Argentina no ha tenido, ni tiene, una ley de identidad de género. Tiene distintas ordenanzas que garantizan su reconocimiento en escuelas, hospitales y otras instituciones públicas –desde la semana pasada, por ejemplo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (ver entrevista pág. 8). También cuenta con diversos fallos judiciales (incluyendo uno de la Corte Suprema) y compromisos internacionales asumidos por este y otros gobiernos. Hay doctrina jurídica para todos los gustos (incluyendo, por supuesto, el mal gusto). Hay un proyecto de ley que ya fue introducido en Diputados (elaborado por Silvia Ausburguer y avalado por la Falgtb), y hay más proyectos en camino. Hay, sobre todo, una diversidad irreductible, expectante y decidida, una diversidad que cabe en la lista de “travestis, transexuales y transgéneros” y que también la desborda. En este lugar nombraré a esa diversidad como trans* –siendo el asterisco la marca escritural de su incontenible apertura–.

Es precisamente esa diversidad trans* la que en este momento se encuentra ante la ley –ante la posibilidad real y concreta de esa ley, de su discusión, su elaboración, su negociación, su aprobación o su desaprobación–. Durante años y años la hemos estudiado, debatido, anhelado, rechazado, necesitado hasta la desesperación, luchado. La política de la diversidad sexual ha instituido este tiempo como el tiempo de esa ley.

Este puede ser también, por fin, nuestro tiempo.

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Cada vez que se habla de una ley de identidad de género la cuestión que surge de inmediato, como demanda primera, es la cuestión del reconocimiento. Pero, ¿se trata de un reconocimiento, o de varios? Empecemos a contar. Uno, hablamos del reconocimiento de la identidad de género personal (toda vez que ésta no coincida con el sexo asignado en el momento del nacimiento). Dos, hablamos también del reconocimiento del derecho a encarnar, a producir, expresivamente, esa identidad de género (a través de medios tales como la vestimenta y el calzado, el corte de pelo y los ademanes, las hormonas, las cirugías y las prótesis...). Tres, hablamos además del reconocimiento de la identidad de género como causal de violaciones a los derechos humanos (discriminación, exclusión, hostigamiento, persecución, confinamiento, tortura, muerte). Cuatro, hablamos, y muy seriamente, del reconocimiento de la deuda histórica del Estado argentino con todas aquellas personas que hemos sufrido y sufrimos violaciones a nuestros derechos humanos sobre la base de nuestra identidad de género, así como del reconocimiento de su deber de cancelar esa deuda a través de acciones concretas (aquellas que no sólo deroguen toda legislación que nos discrimine, patologice y/o criminalice, sino también aquellas que nos aseguren el pleno acceso a derechos tales como la educación, la salud, el trabajo, la vivienda y la Justicia). Y hay más.

Consideremos el primer reconocimiento de todos: la identidad de género de todas aquellas personas que nos identificamos de un modo distinto al que se nos asignó al nacer. El Estado argentino reconoce sólo dos sexos, varón y mujer –y hasta ahora sólo ha concedido cambiar de un sexo al otro–. ¿Alcanza? A muchas personas trans* sí, y ese reconocimiento sería la piedra angular de sus derechos. A muchas personas trans* no y ese reconocimiento sería impreso más en su opresión. ¿Mantendremos el binario de la diferencia sexual en nuestra demanda de reconocimiento? Esa medida sin duda beneficiaría a quienes se identifican en el sexo opuesto al que les fuera asignado, pero ¿esa es la única salida posible? Tal vez ésta sea la oportunidad de expandir el repertorio estatal de identidades (para incluir, por ejemplo, travestis, trans, intersex, etcétera). O, quien sabe, quizá sea el momento de acabar con el dispositivo estatal de control en el que consisten las identidades sexogenéricas legalmente reconocidas. Y de preguntarnos ¿De qué modo (si ese modo existe) podemos evitar que el reconocimiento estatal que sepamos conseguir (de dos, cinco o diez identidades) no perpetúeel mismo régimen de asignación forzada en el que vivimos? La multiplicación de los géneros legales ¿hará estallar la diferencia sexual legalizada, su naturalidad y sus privilegios? ¿O sólo multiplicará al infinito sus clasificaciones, reglas y jerarquías? ¿Podremos transformar esta aspiración normativa, este deseo de ley, en un trabajo emancipador?

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No nos olvidemos: estamos lidiando con un Estado. Peor aún, con la vetusta pasión borbónica del Estado argentino por la regulación. Las condiciones para el reconocimiento de la identidad de género que han impuesto nuestras Cortes son una excelente muestra de esa pasión desorbitada: evaluaciones médicas, psicológicas, psiquiátricas y ambientales; diagnóstico diferencial; tratamientos hormonales; cirugías; esterilidad; dictámenes de comités de bioética; testigos; comparecencia ante el tribunal a fin de proceder a la verificación de la biografía y comprobar que quien demanda ese reconocimiento pasa como un hombre o una mujer heterosexual.

Esta es la ocasión perfecta para desmantelar esta cadena jurídico-normativa de producción, esta cadena perversa que nos produce como desiguales en el momento mismo de declarar nuestra igualdad ante la ley, este sello de inferioridad humana que se nos impone como precio al reconocimiento. Esta es la oportunidad de recordar que nuestros derechos no empiezan ni terminan en la identidad de género. Tenemos derecho al matrimonio y a la materpaternidad. Tenemos derechos sexuales y derechos reproductivos. Tenemos derecho a ser quienes somos sin someternos al juicio de quienes se arrogan el saber y el poder sobre el cuerpo, el género y la sexualidad de alguien más.

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La teoría, la política y el sentido común suelen colocar a las personas trans* dentro del conjunto diverso de las minorías sexuales. Lo cierto es que cuando se trata del derecho a intervenciones sobre el cuerpo sexuado no somos, en lo absoluto, una minoría. En la Argentina somos, más bien, como todo el mundo: dependemos de permisos extraordinarios que muy rara vez son concedidos. Aunque se trate de carne de nuestra carne, ese cuerpo sexuado no nos pertenece -le pertenece a la medicina, la bioética, las disciplinas psi, al derecho, a la especie (sí, hay quienes lo dicen), a las Iglesias y, en última instancia, al Estado–. Bien lo sabemos: sin autorización judicial no es posible acceder en nuestro país a procedimientos hormonales y quirúrgicos de modificación corporal (lo que es decir, es posible acceder a esa cirugías pagándolas por nuestra cuenta aquí o en otra parte). Las consecuencias están a la vista, y no solo en nuestros cuerpos. La propia formación de especialistas se ha resentido por la persistencia absurda de la prohibición, y el mercado negro de siliconas, hormonas y cirugías se cobra sus víctimas lejos, muy lejos, del interés del Estado.

La intersección entre medicina y derecho ha producido una de las mayores aberraciones contra las que tenemos que enfrentar en este debate: la patologización trans* como condición de posibilidad para acceder a derechos. Hasta nuestros días, sólo quienes podamos acreditar fehacientemente un diagnóstico de transexualismo verdadero o trastorno de la identidad de género podemos aspirar al permiso necesario para modificar quirúrgicamente nuestro cuerpo sexuado y al reconocimiento legal de nuestra identidad de género. Sin embargo, la patologización de nuestras vidas no es solamente un requisito –es también una matriz–. Crea, diferencia y administra experiencias, normales y anormales, sanas y enfermas, del cuerpo y de la identidad, de la expresión de género y la sexualidad. La patologización trans* es uno de los modos privilegiados en los que funciona la matriz heterosexual, reproduciendo subjetividades masculinas y femeninas estereotipadas y estigmatizando a todas las demás. Incluso quienes advierten que la patologización es necesaria para acceder a la cobertura pública de las intervenciones- deberían considerar si no ha llegado el momento de cuestionar la naturalidad con la que se impone este argumento. Es cierto que la lógica del diagnóstico ha hecho posible, para muchas personas, el acceso a cirugías y hormonas; para muchas, muchas otras, lo ha hecho imposible (o bien porque rehusamos someternos a esa lógica, bien porque nuestra expresión de género, nuestra sexualidad o, en general, nuestra biografía no se ajustan a criterios diagnósticos). Y ése es el momento de decidir si hemos de ignorar, avalar o subvertir este estado de cosas.

El proceso histórico que vivimos puede ser –y ojalá lo sea– una oportunidad imperdible para examinar a conciencia el modo en el que se construye públicamente el sujeto trans* de derechos y, quién sabe, para poner en crisis los límites férreos de esa construcción. A lo largo de los últimos años, y con mayor insistencia que nunca tras la aprobación de la ley de matrimonio, se ha insistido en la importancia del reconocimiento de la identidad de género para transformar la situación de vulnerabilidad extrema en la que se encuentra la comunidad travesti en la Argentina. Esa situación es innegable e insostenible, pero también lo son las situaciones por las que atravesamos muchas personas trans* que no somos travestis –y aun debemos construir un vínculo real entre el reconocimiento legal de la identidad de género y la transformación de nuestras conexiones materiales de existencia–. No sólo eso: así como es cierto que la propia discusión pública sobre la ley de identidad de género ya está contribuyendo a visibilizar esa situación extrema de vulnerabilidad, es cierto también que en la producción de esa visibilidad otros colectivos trans* somos borrados del mapa –en particular, los hombres trans–.

Luchar en pos de la aprobación de esta ley puede ser, además, una ocasión para examinar críticamente el recurso habitual a la victimización como estrategia política, y las consecuencias profundas de ese recurso –entre las que sobresale la lógica de la representación–. Son muy raras las oportunidades que tenemos de hablar con nuestra propia voz, y mucho más raras aquellas en las que podemos decidir nuestras propias agendas y nuestras propias alianzas. Y eso sí que no es raro, dado que hasta ahora siempre nos ha tocado jugar el rol clave de las víctimas. El victimismo militante comporta otro riesgo al que atender: el riesgo de tener que conformarnos con derechos de mínima, ofrecidos a quienes ya no tienen nada que perder y para quienes cualquier oferta representa algo que ganar. Tal vez éste sea el momento adecuado para ampliar nuestras estrategias, incorporando al registro del sufrimiento aquel otro registro, el de la resistencia, y a la cuenta del genocidio aquella otra, la del número de quienes, todos los días y como sea, sobrevivimos. Y respondemos.

Creamos, administramos y dirigimos cooperativas de trabajo. Impulsamos y protagonizamos cambios en la OEA y en Naciones Unidas. Coordinamos redes nacionales, regionales e internacionales. Ideamos e hicimos realidad normativas que nos franquean la entrada a instituciones públicas bajo nuestros propios nombres. Editamos El Teje, primer periódico travesti latinoamericano. Hemos educado sin pausa a quienes nos quieren y a quienes nos odian. Le hemos puesto el cuerpo y el alma a la lucha contra los Códigos Contravencionales y de Faltas. Los padecemos. Los enfrentamos. Hemos transformado para siempre al feminismo y al movimiento de derechos humanos. Logramos que la Corte Suprema validara nuestra personería jurídica, y que al cabo de demasiados años nuestra identidad de género fuera reconocida. Formamos a los mismos médicos que iban a atendernos y a los mismos abogados que iban a representarnos. Disputamos incansablemente el control del dinero destinado a nuestras comunidades. Redactamos informes, escribimos artículos, editamos La gesta del nombre propio y Cumbia copeteo y lágrimas, contribuimos a la redacción de los Principios de Yogyakarta (ver recuadro). Acompañamos a gays y lesbianas en todas sus luchas. Logramos que medios, políticos y financiadoras confiaran en nuestras capacidades. Participamos de eventos en distintos lugares del mundo, y hace dos meses apenas nuestra voz se oyó fuerte y clara en el Congreso Internacional sobre Identidad de Género y Derechos Humanos. Y hay que decirlo: quienes hacemos activismo trans* en nuestro país no somos, ni de lejos, una comunidad. Pero hoy, ante esta ley, podemos ser un movimiento.

Mauro ï Cabral
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Historia americana


Giuseppe Campuzano es filósofo, travesti, activista y autor de uno de los libros más importantes de la historiografía, el arte y la literatura peruana de los últimos años, Museo travesti del Perú (2008). Soy conversó con él en su casa de Lima.

El libro Museo travesti del Perú (2008) es un libro cuadrado de tapas rosas y páginas a lo largo de las cuales se suceden ilustraciones, textos, recortes de periódicos, viejas ordenanzas virreinales, retratos, crónicas y cronologías.

Una cuádruple página estadística puntúa, hacia el final del libro, las varias condenas de la historia al travestismo, entre 1776 y 2005. El 8 de abril de 1776, Don Agustín de la Encarnación “fue arrestado por los serenos; transferido al Tribunal de la Inquisición de Lima, donde su matrimonio con doña Isabel Fernández de Torres fue anulado”. El 31 de diciembre de 2005, Tatiana fue “desvalijada y golpeada por el Serenazgo de Lima en la cuadra 13 de la avenida Arequipa”.

Pero antes, mucho antes, el veredicto ya había sido formulado. Por ejemplo, en las “Ordenanzas para el Repartimiento de Jayanca, Saña”, firmadas por la Audiencia de Lima en 1566, donde se prescribe que “si algun yndio condujere en abito de yndia o yndia en abito de yndio los dichos alcaldes los prendan y por la primera vez les den çient açotes y los tresquilen publicamente y por la segunda sean atados seis oras a un palo en el tianguez a vista de todos y por la terçera vez con la ynformaçion preso lo remitan al corregidor del ualle o a los alcaldes hordinarios de la Villa de Santiago de Miraflores par que hagan justiçia dellos conforme a derecho” (sic).

No estaba, todavía, establecida la ortografía y apenas si existían las ciudades en América (“descubierta” poco más de sesenta años antes), pero la intolerancia “hacia el continuum del género indígena” y la necesidad de segmentarlo de acuerdo con las tradiciones testamentarias ya era una obsesión del conquistador.

Museo travesti del Perú no es sólo un museo (imposible, como ha señalado Mario Bellatin) del travestismo peruano sino principalmente, y sobre todo, un Museo de Perú entendido como una entidad travesti, desde antes de la Conquista y después de ella.

En “Toda peruanidad es un travestismo”, el prólogo del Museo, Giuseppe Campuzano lo dice con todas las letras: “El Museo travesti del Perú nace de la necesidad de una historia propia –una historia del Perú inédita–, ensayando una arqueología de los maquillajes y una filosofía de los cuerpos, para proponer una elaboración de metáforas más productiva que cualquier catalogación excluyente. Se trata de un ‘museo falso’ (como el apelativo de ‘falsa mujer’ con que este lenguaje maniqueo nos adjetiva). Museo embozado, cuyas máscaras –la artesanía, la fotocopia, la gigantografía, el banner, esos sistemas de producción en masa– no ocultan sino, al contrario, muestran. No camuflan sino travisten”.

El autor

Giuseppe Campuzano es “travesti hasta el nombre”, como él mismo reconoce con una sonrisa: su DNI (que en el Museo él traviste como De Natura Incertus) dice que su nombre es Frank Giuseppe Campuzano Espinoza, y que nació el 14 de septiembre de 1969, pero él sabe que su cuerpo es en realidad una forma de vida atravesado por llamamientos que vienen de tiempos inmemoriales. También de eso da cuenta el Museo: de una “exploración de la propia experiencia del autor”.

Giuseppe tiene ocho hermanos, de los cuales tres viven o vivieron en Lima. Alguna vez pensó que le convenía vivir en los Estados Unidos y se mudó a Virginia. Pero sólo aguantó seis meses y volvió corriendo a su tierra, “aunque mis mejores amigos se han muerto o se han ido afuera”.

En 2003 comenzó la investigación para este libro que es mucho más que un libro. La importancia de Severo Sarduy, reconoce Giuseppe, fue decisiva: “En De dónde son los cantantes está la génesis de este libro, porque allí plantea que las travestis son de Cuba”. En mayo de 2004 hizo la primera muestra de los materiales que iba recopilando: “Al principio fue una cosa muy personal, muy mía. Quería poner un poco en cuestión esta estética que venía de Hollywood, darle un poco la vuelta a la historia del Perú y los cientos de casos de travestismo ritual registrados)”. A lo largo de la investigación, “fui haciendo diferentes exhibiciones en galerías, en la calle, también conferencias e intervenciones más políticas. Por ejemplo, estaban esos carteles sobre ‘la mujer peruana’ con retratos de mujeres sanisidrenses (el distrito financiero de Lima). Yo fui y pegué sobre esos retratos recortes de periódicos ampliados con historias de travestis (asesinatos, arrestos y persecuciones)”.

De eso se trata, de darle la vuelta, al mismo tiempo, al travestismo como práctica y a la Historia del Perú como discurso. De reivindicar el travestismo ritual y las sucesivas castas de hombres-mujeres y sus funciones bien delimitadas en las tribus y ciudades americanas. “Un personaje tendido”, explica Giuseppe a partir de una pieza de alfarería, “luce trenzas, de género femenino, como también taparrabo y rodillera, éstos masculinos. Dicha combinación de características, en el contexto de la iconografía moche, da pie a la tesis de que se trata de un berdache (persona que desempeña un género otro, distinto del femenino o el masculino)”. El berdache, que combinaba atributos masculinos y femeninos, establecía un nexo simbólico con lo mágico. Los cronistas atestiguaron esas prácticas y transformaron a los berdaches y a los chamanes en travestis. Pero, en todo caso, lo que queda, dice Giuseppe, es que “el travestismo es un ritual y tiene una fuerte relación con lo sagrado”. Y precisa: “Fíjate que el 90 por ciento de las travestis son devotas, en una mezcla muy mestiza de catolicismo y chamanismo. Las travestis peruanas tienen incluso su propia santa, Sarita Colonia (aunque la Iglesia no la reconoce como tal)”.

“Mi objetivo”, dice Giuseppe, “fue recuperar todos los sentidos del travestismo: los condenados, pero también los que se les arrebataron”.

El campo y la ciudad

Estamos acostumbrados a considerar el travestismo en contextos urbanos, ligados a una cierta mitología del glamour y del “montaje”. Pero no es la única posibilidad ni aparición (la historia lo revela) del travestismo. Giuseppe insiste: “Incluso los activistas hablan de las travestis de la ciudad y se refieren a una realidad que combina de diferente modo transformismo, prostitución, estilismo y peluquería. Pero existe en los pueblos otra versión del travestismo: hombres casados que hacen de travesti en las fiestas. A diferencia de lo que sucede en las grandes ciudades, en los pueblos las travestis están muy integrados a la sociedad. Ni siquiera podría sostenerse una relación unívoca entre travestismo y homosexualidad”.

Como “somos países muy machistas y militarizados”, dice Giuseppe, “mi premisa fue trabajar ‘conchudamente libre’, mezclando teoría queer con historia del Perú y con las historias de vida de mis amigas travesti”: un enfoque multidisciplinario que revelará todas las aristas del “cuerpo como político” (un pastiche de razas, géneros, situaciones y usos) que permita nada menos que “fundar una nueva nación para un nuevo cuerpo”.

Ameriqueer

“Los políticos que se oponen a la homosexualidad niegan el travestismo en términos históricos, como si no hubiera habido nada antes, pero la historia del travestismo en América es muy rica”, dice Giuseppe, resumiendo lo que se ve y se lee en su Museo. “El travestismo ritual suponía una conexión con la otra cultura, con otra dimensión. Permitía unir dos mundos. Todo eso es muy conocido por la historiografía, pero los textos más queer (no tanto por su perspectiva sino porque ponen en evidencia lo queer de América) no se citan. Incluso hay una distorsión de la historia: Manco Capac, por ejemplo, es una figura fundamental de la política guerrera, pero él no era militar sino un chamán, y que como tal venía de una dinastía de hombres-mujeres.”

Otro caso es el de los huacos, cuyas figuras son presentadas sistemáticamente como “heterosexuales”. De los que no puede sostenerse semejante mistificación, aparecen como “figuras morales”. “Pero los huacos”, dice Giuseppe, “presentan escenas en presente continuo, de modo que son objeto de todas las apropiaciones”.

El museo

¿Por qué no un libro, una historia, un ensayo? La respuesta la da Mario Bellatin, en uno de los textos incluidos en el Museo: “Que alguien se atreva a hacer no un libro sino a crear su propio museo es una misión tan fuera de toda lógica que hace posible que allí se establezca una suerte de hecho sobrenatural. O la aparición del arte, que es algo similar. No hay ninguna condición real para que este museo exista. Para que se decida su creación, su carácter portátil, su forma en libro. Ese es el verdadero milagro. Tangible. Concreto. De bolsillo. Donde se puede concentrar el universo entero a partir de unas cuantas imágenes y de ciertos fragmentos, restos, que siempre estuvieron presentes, pero que nadie pudo detenerse –hacía falta el milagro para que esto sucediera– y contemplarlo en toda la fascinación que su oscuridad luminosa produce. Se trata de un Museo –es que es imposible, insisto, que exista este Museo– donde el horror se instala en la mirada del otro y no en el de sus protagonistas. Es de tal magnitud el espanto que no podemos dejar de sorprendernos a cada momento con una mueca de sonrisa congelada en nuestros rostros. Las imágenes y los textos van evolucionando en su propio pánico hasta convertirnos tal vez en alguno de aquellos hombres que trabajan con la carne muerta que se procesa en esa extraña isla situada, dentro de mis sueños al menos, frente a las costas del sur. Las auras que quedan al final del recorrido saben que lo único que se puede poseer es lo que está llamado a no existir”.

¿No es, en definitiva, el deseo de apropiarse de lo inapropiable? ¿No es como reformular las condiciones de posibilidad mismas de lo viviente, reinventando las genealogías, las líneas de fuga y, sobre todo, disolviendo las identidades? Giuseppe lo reconoce así: “De algún modo, me gusta pensar en mi Museo travesti como un proyecto postidentitario. Dejemos de estar inventado identidades que tienen que ver con el mercado. Si la travesti tuviera una función, debería ser eso: desbaratar, de-sorientar, tirar los clichés y los lugares comunes sobre la sexualidad y el género”.

El futuro

El financiamiento para el libro vino de varias ONG, en particular el Institute of Development Studies. “La repercusión fue muy buena y a partir de la publicación comencé a viajar, llevando el proyecto a diferentes lugares. Ahora tengo un proyecto de un grupo, “Conceptualismo del Sur”, en el marco de los bicentenarios latinoamericanos. Participan varios colectivos, como por ejemplo “Todos somos negros”. Vamos a presentarnos ahora en Bogotá y luego en Madrid. Estoy preparando una pieza para una muestra en Praga, va a ser un “gabinete de curiosidades”, al estilo de los que los exploradores llevaban a los reyes.

El Museo travesti del Perú es una obra en marcha y es, al mismo tiempo, una pieza conceptual, una obra de saber y una intervención política. “Vestir al travesti de museo es darle armas para luchar”, dice Giuseppe. “La ‘vedette’ como ‘soldat’.”

Daniel Link
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viernes, 16 de julio de 2010

Para mi padre


En la desigualdad nos hicimos fuertes y resistimos. En la desigualdad se peleó no sólo contra edictos, decretos y homofobia, sino que se vivió en muchos casos bajo sistemas de terror y tortura sólo por ser diferentes. En la desigualdad soportamos persecución, redadas, cárcel y mil formas de atropello por querer vivir la vida que nos merecíamos. En la desigualdad nos escondíamos para poder bailar, conocernos, besarnos. En la desigualdad no queríamos vivir más, por eso luchamos, hablamos, participamos, cada uno desde su pequeño lugar y gracias a muchos que lo hicieron desde la tribuna pública sin importarles el qué dirán.

Ahora en la igualdad debemos ser parte de los que construyen desde el mismo lugar junto a todos los argentinos. Necesitamos de un tiempo de maduración y de un debate final que seguimos por televisión para enterarnos de que muchos todavía querían que la desigualdad reinara en este país. Por suerte quienes mantuvieron sus convicciones iniciales ayudaron a que otros entendieran este proceso de cambio, y las minorías accedieran al derecho del matrimonio civil. Como siempre en estos procesos quedan heridos, los argentinos sabemos de muchas instancias parecidas y mucho más crueles, por eso en este debate, que se dio en el ámbito de la democracia plena, nos debe llenar de orgullo haber conseguido el objetivo y, al mismo tiempo, tratar ahora de hacer sanar todas las heridas más rápidamente, para que podamos vivir en un país armónico, en donde siempre se mire hacia el futuro, en donde siempre busquemos la igualdad de derechos para todos y todas.

Personalmente me sentía ofendido cuando escuchaba cuáles eran los prototipos de familia única que proponían los que fueron el martes a la plaza. MI padre biológico (heterosexual) me abandonó cuando yo era chico sin importarle que me fuera con mi madre en su separación y nunca más quiso saber de mí. Ya mayor, encontré un padre, que fue mi padre y me enseñó gran parte de lo que soy hoy. El era homosexual y hace cinco años que ya no está, y no hay un día que no lo recuerde y sienta en mi corazón que ese sí fue mi padre.

Hoy esos derechos que tanto anhelábamos se consiguieron, hoy esos derechos a los que retrógradamente muchos se opusieron son parte plena de nuestra sociedad. Cuidemos este patrimonio que no es más que el patrimonio de un país que quiere vivir en libertad, de un país que merece tener habitantes felices. Tan felices como todos los que hoy, 15 de julio de 2010, se levantaron por la mañana y descubrieron un nuevo amanecer y comenzaron a llenar de mensajes los celulares, las casillas de correo, el facebook, contando cada uno cómo era su alegría, haciendo participar a todos de una esperanza.

Alejandro Zárate
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¡Fiesta!


Escuché el resultado entre sueños, mientras Pichetto maltrataba a Negre de Alonso y ella lloraba. ¿Por las miles de horas viajadas que no dejó de mencionar de principio a fin de la sesión y ahora se convierten en nada? Bueno, es un lindo relato para sus nietos. Les puede contar sus visitas a la provincia y lo que piensa la gente del interior, mientras los niños juegan a construir la sexualidad de los dibujos que proveen los cuadernillos de educación sexual (que a ella tanto horrorizan) que si Dios no mete la cola llegarán a las escuelas pronto, muy pronto. Más pronto de lo que todas y todos esperábamos. Vi el 27/33 y me quedé dormida preguntándole a mi mujer si se quería casar conmigo. No recuerdo la respuesta, me dormí de inmediato y esta mañana, cuando nuestro hijito nos despertó a las 8, es decir que sólo había dormido cuatro horas, en lo único que pensaba era “quién me manda a mí a querer una familia”. Así me levanté, malhumorada, llena de mensajes que decían “y para cuándo los confites”, felicitaciones y buenos augurios de todo tipo y tenor, la radio prendida, la tele prendida, mucho ruido, una sensación de irrealidad lo invade todo. Un poco por el sueño, otro tanto porque la realidad hoy es algo que venimos deseando hace tanto que no es fácil asimilarla como algo que ahora está ahí, fuera del cuerpo.

Ella, con la que me voy a casar en los próximos días, ya está organizando una fiesta para festejar la ley. Le digo que no sea tan atolondrada, que ahora tenemos que pensar cuándo nos vamos a casar, cómo, si vamos a hacer fiesta o no, tampoco vamos a organizar dos fiestas en quince días, eso es muy agotador, además de las miles que tendremos de los amigos y amigas que también esperaban esta ley con ansiedad. Y ella, que me viene incendiando con el casamiento y se hace la ofendida cada vez que en una nota a la pregunta de ¿se van a casar? yo contesto “eso se verá después, lo importante no es que nosotras nos casemos sino que se amplíen los derechos”. Hoy, que la posibilidad de casarnos es real, muy suelta de cuerpo me dice que no hay apuro para casarnos...

Me pongo a llorar y le digo “está nevando en Pinamar” y una emoción virulenta, espasmódica, me toma todo el cuerpo y le digo “es que tenés que adoptar a Furio” y lloramos juntas un rato.

Siempre supe que esto iba a suceder, que Marta iba a poder adoptar a nuestro hijo tarde o temprano, pero la verdad que no pensé que esto iba a suceder tan rápido, siendo él un bebé aún. Siempre que pensé en esa escena me la imaginé así: Furio se pone la campera y agarra sus documentos y los nuestros, él ya tiene 17 y más organizado que nosotras, sobre todo en estas situaciones que nos emocionan tanto. Marta llora, desde que se levantó que no deja de llorar, se pone las botas llorando, se maquilla llorando, me dice “ves que estoy gorda, nada me queda bien” llorando, se toma un café llorando. Yo busco la partida de nacimiento y, claro, no la encuentro porque Furio ya la guardó. El está listo hace rato con su campera puesta alimentando a los perros.

–¡Amor! ¿Dónde está la partida de nacimiento?

–En el cajón de los documentos –dice ella llorando.

–No, no está ahí, si te pregunto es porque ya busqué ahí.

–No sé, amor, vos te ocupás de los documentos.

–Yo me ocupo de los documentos. ¿Y los documentos caminan solos? Cuántas veces tengo que decir que dejen las cosas en el mismo lugar. ¡Furio! ¿Vos usaste tu partida para algo? ¿Por qué no está en el cajón..?

–La tengo yo, mamá, ya agarré todo, la libreta también. Voy prendiendo el auto, ¿les falta mucho?

–¡Amor! Estás lista.

–Sí, si encontrara mis anteojos. ¿Cómo puede ser que me muevan los anteojos de lugar? ¿Qué hacen con mis anteojos en esta casa?

–No sé, amor, ¿te fijaste en el bolsillo de tu impermeable? –dice llorando.

–¿Cuándo usé impermeable, Marta?

–Ayer, linda, ¿te acordás que llovió a la mañana?

–OK, me voy así. Los habré dejando en el estudio.

–Pero, amor, los tenés puestos –dice llorando.

Y me quiebro, de la misma manera que me quebré esta mañana y nos abrazamos y lloramos juntas un rato, mientras escuchamos que Furio toca la bocina desde del garage, pero no podemos soltarnos porque la emoción es enorme. Y vamos hasta el auto las dos llorando y él también está emocionado porque su madre, la que lo crió, lo arropó, lo retó, le mostró el mundo, le habló de su patria con pasión y con enojo, le explicó de su sexualidad, le enseñó a decir upa y a decir con orgullo “a veces la Argentina puede ser un lugar hermoso” podrá adoptarlo. En unos minutos nomás, cuando nos pongamos de acuerdo quién de las dos maneja y él diga “maneje quien maneje vamos a llegar tarde porque las dos están transidas”. Y yo voy morir de amor cuando escuche esa palabra de mi hijo porque es una de las tantas que tomó como suya del vocabulario dramático con que suele hablar su madre Marta.

Pero Furio no tiene 17 años, ni siquiera cumplió los dos. Entonces acusa recibo de nuestra emoción con berrinches propios de su edad y alguna que otra carcajada inesperada, como si quisiera decirnos “¿qué pasa, mamis?, ¡soy el hijo menor! Dejen de lagrimear y ocúpense de lo importante: mi comida”.

–Hoy puede comer chocolate de postre. ¡Estamos de fiesta!, amor –dice alguna de las dos, siempre llorando.

Albertina Carri

Y la Tierra sigue girando alrededor del Sol: aleluya. Ganamos nuevamente

Como entonces, como siempre, el movimiento de la historia y los que luchan por sus libertades ganó la batalla contra las verdaderas fuerzas del mal, las que hablan del Plan de Dios y comulgan con el exterminio. Las que desde hace siglos están manchadas de sangre, en muchos casos –muchos– con la nuestra...

Los y las naranjas mostraron sus fauces. No pueden ya mentir, nos odian profundamente. Lo atestiguaban sus caras, sus consignas: Argentina maricona. Sodoma, Homomonio...

Desde hoy ése es el pasado. Pero las caras y los insultos de senadores y senadoras como Negre de Alonso, Sonia Escudero, Olmedo quedarán grabados en la memoria del oprobio del pueblo argentino. Otros cuadros para descolgar y tirar.

Al comenzar el debate Negre de Alonso expresaba: “¿Les vamos a tener que enseñar qué es gay, qué es bisexual?”, refiriéndose a que los chicos y chicas en la escuela tendrían que conocer y aceptar que existimos. Bien por usted senadora, dijo lo que debió decir desde el principio, lo que todo el tiempo flotaba en el aire, lo que cada una de esas remeritas naranjas expresaban: odio, intolerancia, racismo, que no existamos.

Afuera del recinto la multitud gritaba enfervorizada a cada arremetida de esta mujer: nazi, nazi. Todo dicho.

Esa chusma es pasado, la historia ni siquiera los recordará. Por eso olvidemos y hagamos votos para que se inicie de ahora en más una nueva historia para nosotras y nosotros, gays, lesbianas, transexuales, travestis, bisexuales, intersexuales y lo que tenga aún que venir; la lista no se cierra, como el deseo, como la vida misma.

Ya no será la que a nosotrxs nos tocó vivir, condenados a cargar con nuestra hasta hoy “oprobiosa” marca supuestamente por violar la ley natural. Hoy ella se termina. De natural sólo le queda la mueca del odio y la sequedad de una carne yerma.

Esperamos que en poco tiempo sea posible volver a contar las viejas historias que narran el inicio del mundo y que nuestros hijos, hijas, nietos y nietas sean ese motor. Y así entonces podremos escuchar cosas como éstas:

Cuando la profesora le preguntó a Abel cómo se llamaba su madre el niño contestó: “Mi mamá se llama Adán” y ya nadie sintió vergüenza*.l

* Le debo esta frase a un sacerdote marplatense. ¡Qué bueno!


Carlos Figari

Y dale alegría a mi corazón

La histórica noche del miércoles y la madrugada del jueves, mis amigas y yo estábamos en la Plaza del Carmen de Rivadavia y Callao siguiendo la sesión por tv. Mientras escuchábamos algunos de los argumentos tuve tiempo de pensar mucho. Pensé en mi adolescencia, por supuesto, cuando todo empezó. Cuando yo empecé. Pensé en cuando a mi ex novia y a mí nos pegó un tipo en Resistencia en el año ‘98 porque íbamos de la mano. Pensé en que Marta Dillon nos quiso hacer una nota sobre lo que había pasado y que yo no me atreví, no quise hablar. Pensé en el padre de mi primera novia que me echó de su casa y que después cagó a palos a su hija. Pensé en ella, que me vino a ver horas después con un ojo morado. Pensé en cuando a mi querido Luciano, a Alejo y a mí nos agarró una razzia en Experiment, hace 20 años, y nos pasamos unas horas temblando de miedo de que nos llevaran en cana. Pensé en que hace un año me parecía imposible, hace unos meses improbable y que, incluso estando ahí, en Plaza del Carmen la noche del 14 de julio mirando esos horribles plasmas, una posible ley de igualdad me seguía pareciendo increíble. Pensé: ¿qué hace gente como Negre de Alonso o Rodríguez Saá discutiendo sobre un derecho nuestro que, como buen derecho, ni siquiera debería estar sujeto a debate? Pensé si no es demasiada la “tolerancia” con la que nuestra comunidad se ha tenido que armar para soportar que una mayoría se sintiera con el derecho a decidir sobre nuestras vidas. Pensé en muchos de los que conocí de jóvenes y que no llegaron vivos a esa noche. Pensé en mí, en nosotros, dos décadas atrás imaginándonos la vida que se nos venía encima, la que tendríamos que construir. Pensé en que me da orgullo escribir para este medio. Pensé en el 2008, cuando empecé a colaborar, las cosas eran muy distintas, mi vida era muy distinta. Pensé en los diversos modos en que aportamos nuestro granito de arena para este inmenso cambio. Pensé en la liberación de la palabra que es, para mí, la liberación del espíritu. Pensaba rodeada de amig@s cuando entró Alex Freire a la pizzería y anunció que la victoria sería nuestra. Entonces, pensé que deberíamos cruzar Rivadavia, cagarnos un poco de frío con las demás personas que estaban ahí, en la plaza. Por momentos pensé que quizás Alex se había equivocado. Que si eso pasaba no lo sentiría como una derrota, que no lo debería sentir como una derrota, que en ese plano tengo training para soportar que las cosas no salgan bien. Pero pensé también que tal vez sería distinto, que esta vez... ¿por qué no esta vez? Pensé en que ni siquiera quería pensar en una posible amargura. Y cuando el momento llegó, les juro que no pensé. Abracé a mi gente querida, a mi gente amada, y lloré, lloré, lloré como nunca había llorado, con una alegría plena, una alegría nueva que, les aseguro, no sabía, siquiera, que podía existir.

Paula Jiménez

No te la cuento, la viviste a tu manera

A tus 2 años y medio no sabías de tratados internacionales, ni convenciones, ni artículos, pero conocías (y vivías) cotidianamente cada uno de tus derechos; aun los que no tenías formalmente dados antes de que nos casáramos. A tus 2 años y medio conocías el valor de la verdad y la expresabas a tu modo con esa lógica que sorprende y descoloca.

A tus 2 años y medio te diste cuenta de que algo en las semanas de junio y julio de 2010 tensaba el ambiente en tu familia, que había ansiedad. Lo expresaste en berrinches y mal humor. Resulta llamativo que justo en ese momento hayas empezado tu etapa de los porqués. Así que una tarde, mientras nos preparábamos para salir con la cinta multicolor en el pecho, preguntaste por qué, y te dijimos que íbamos a la plaza.

–¡Yo quiero ir a la plaza a jugar! –te entusiasmaste.

Mamu –con toda su ironía– te respondió: vamos a una plaza de reclamos.

En esas semanas, nos levantaste la tarjeta roja varias veces porque en lugar de los dibu, en la tele mirábamos muchas noticias. También preguntaste por qué y te explicamos que esos señores y señoras que hablaban iban a decir que sí o que no; y que queríamos muchos SI porque así, mamu y mami nos podíamos casar.

–¿Por qué se van a casar?

–Porque nos queremos.

–¡Yo me quiero casar con vos y con mamu! –respondiste.

Durante varios días, cada mañana nos preguntaste: ¿ya pueden casarse? Varias veces te dijimos, todavía no. Pero el 15 de julio te levantaste y no preguntaste. Fuimos a tu cama y te dijimos: Juan, ahora sí mamu y mami nos podemos casar.

–¿Por qué? –dijiste.

–Porque ya dijeron que sí.

–Yo quiero ir con ustedes.

–Claro. ¡¡¡Además vamos a hacer una fiesta!!!

Y vos, con toda tu inocencia y tu maravillosa ternura nos dijiste:

–¡¿Va a haber torta?!

Gabriela Campos
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Arroz y vamos por más


Ahora que es posible tirar el arroz sobre cualquier pareja que desee casarse, también es posible tirar por la borda los argumentos que de alguna manera resultaron casi obligatorios: ni las familias homoparentales son mejores que otras ni podemos jurar que criaremos hijos e hijas completamente sanos, ¿o acaso hay alguien que sea capaz de comprometerse con tales juramentos?

Al sí del Congreso antes del sí y el arroz venidero en el Civil, y a la prueba de que los únicos demonios que vienen de a dos son los dos demonios de la teoría, caben dos peros de día siguiente: la cantinela, por parte de la defensa, de los resultados de las encuestas que determinan la ausencia de “patologías” en hijos de parejas del mismo sexo, hasta la pretensión de una especie de superioridad psíquica –serían más protectores, más afectivos, etc.– de sus familias, hasta una maestría para la institución heterosexual, formó parte de los argumentos puntuales, quizá necesarios pero, a tirarlos con el arroz pero para el otro lado: los casados por venir no tienen por qué demostrar que son capaces de relevar con híper eficacia las prácticas fallidas del casamiento con figuritas hechas según distribución de baños en bares. El otorgamiento de igualdad de derechos no debe empañarse con la diferencia de requisitos. La performance de Pepito Cibrián ante Susana Giménez (menos botox quizás hubiera permitido leer en su imperturbabilidad de rasgos, expresivo azoro) que terminó mientras él le tomaba la mano y la miraba fijo con el extorsivo slogan “Calle o Pepe” o “Pepe o calle”. Puede ser para poster, pero el derecho a tener hijos o adoptarlos no tiene que confundirse con un relevo del Estado en su función de sostén para la infancia arrasada. No debería exigírsele al casamiento gay ni tareas filantrópicas ni ejemplares. Ni la familia Falcón, la de triste nombre, ni la de Josephine Baker.


Chicanas radical chic


A pesar de la sudada de gota gorda de diputados y senadores para encontrar pruebas a favor del matrimonio gay en un improvisado Libro Gordo de Petete Queer que incluyó tanto a Freud como a los cátaros, la Biblia Hoy y el amor según Poldy Bird, son los que antes se llamaba “compañeros de ruta” los que parecen dudar por lo bajo.

1) Con las banderas del chorro divino Jean Genet o del Pasolini de los ragazzi di vita cuchichean ¡así que ellos también querían ser padres!, es decir, haciendo gala de lo que la escritora lesbiana Sheila Jeffreys llama “la incertidumbre radical”, en donde una filosofía de alta retórica niega, en nombre de un más allá revolucionario virtual, la demanda concreta de una comunidad discriminada, se oculta la necesidad de que el otro siga encarnando precisamente al otro –disidente, nómade, maldito, fuera de la ley– capaz de garantizar por contraste el modelo de lo mismo.

2) Un chiste sin demasiada imaginación –quiero decir sin esa meliflua imaginación de la cultura gay que va de Oscar Wilde, que fue preso a causa de un chongo de elite pero más presa de ese mismo chongo, a la trava rutera que no leyó a Quevedo pero como si lo hubiera hecho– dice que ahora lo raro y perseguido va a ser la condición hétero. Es así como antiguos izquierdistas de pancarta y prisión pueden quedar identificados con lo que en Estados Unidos actúa como la mayoría moral que siempre se ve amenazada por un enemigo cuyo número creciente e inabarcable suele adoptar la imagen higienista de la epidemia. Como si visualizar como multiplicación y mayoría a quienes simplemente acaban de hacerse visibles en un campo del que hasta entonces eran mayoritariamente excluidos no constituyera una de las formas de la discriminación misma.

3) Sí, para esos nihilistas de cuño progre, el matrimonio de gays y lesbianas ... (llénese la línea de puntos) les suena a un intento de relevo de los valores burgueses en lugar de cuestionarlos –“reproducen”, “parodian”–, al homofóbico no le pasa lo mismo. Si antes temía a una horda seductora y perversa que podría amenazar con su mero contacto a sus hijos, ahora teme quedar expulsado de su propia iglesia por haber fracasado en sus defendidas premisas universales. ¡Son los particulares agrupados los que podrían sostener ahora los vetustos valores universales!

Pero la apreciación de que casados, gays, lesbianas ...(llénese la línea de puntos) reproducen o parodian puede indicar simplemente que no existen aún patrones de inteligibilidad que permitan reconocer lo que en el casamiento entre ellos hay que no es ni reproducción ni parodia ni diferencia pura.

Si ahora en la institución del casamiento pueden entrar dos hombres o dos mujeres, siguiendo a Josefina Ludmer en su célebre trabajo Tretas del débil, cabe la posibilidad de que en el lugar asignado y aceptado se cambie no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él.

Arroz a los precursores

En este día siguiente que no es de resaca, cabe espurrear con la imaginación arroz a maricones, tortas y travas eminentes que aún en la categoría de “casos” hicieron asomar su ingenio entre las líneas de los médicos voyeurs y de los próceres comprensivos de otros siglos: a la Princesa de Borbón que estafó al Congreso Nacional pidiendo una pensión como viuda de un guerrero del Paraguay, a La Bella Otero que cantaba “Si con la boca yo te incomodo/y por la espalda me quieres dar/no tengas miedo, chinito mío/no tengo pliegues ya por detrás”, a Aída “la mujer honesta” que trabajaba en la Rosada y era tan pero tan femenina que decía no sentir nada (todas travestis observadas por el doctor Francisco de Veyga al despuntar 1900). A “la odiosa que no sabe odiar” y a “Chacho”, las niñas escritoras a quienes el Dr. Víctor Mercante consideró terribles miembros del “imperio de la anomalía” en su artículo “Fetiquismo y Uranismo femenino en los internados educativos”. Al maricón que el perito Moreno encontró en las tolderías (“este individuo, aunque vestido de hombre, no sale a bolear ni hace ningún trabajo de hombre, sólo se ocupa de cuidar a las chinas”). Y a las dos parejas de norteamericanos que el Gran Sarmiento descubrió viviendo en la isla de Robison Crusoe y de las que sólo menciona con discreción que vivían divididas en feudos domésticos “cuya causa no quisimos conocer”, uno con gorra carmesí y estampados de oro, otro que habla “no diré ya con la locuacidad voluble de una mujer, lo que no es siempre bien dicho, pues hay algunas que saben callar, sino más bien con la petulancia de un peluquero francés que conoce el arte y lo practica en artiste”. Y a Manuelita Rosas que escribía de Dolores Fuertes “¡¡¡¡Qué inhumanos son mis tíos que me han arrancado a una amiga, que es como si fuera mi esposa”, y al “invertido” de El juguete rabioso y a los cadetes del escándalo que pasaron del Colegio Militar a las fiestas negras de la mano de un tal Celeste Imperio y que terminaron suicidándose, arrestados o destituidos. Y a todas y todos los que hoy quieran pasar de la intensidad a la duración o meter la intensidad en la duración o comenzar a quejarse como cualquier hijo de vecino, luego de poner muñequitos idéntico/a/s en la torta de bodas, “¡qué puedo hacer con la bruja que tengo en casa!”.

María Moreno
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El matrimonio es historia


Nadamos en un mar de lágrimas, atravesamos la corriente cálida de este día de invierno helado abrazadas y abrazos al tronco de nuestros afectos, de quienes nos acompañan en el camino, capeando la marea y el mareo de comprobar una vez más que lo imposible sólo demora cuando es un río de gente que empuja. No puedo escribir nada original y no puedo abstenerme de poner en palabras lo que no se puede fijar en el papel porque se escapa por la tangente, porque se fuga en abrazos y en convulsiones de llanto enamorado. No puedo escaparme de la cursilería y tampoco quiero ¿o acaso los casamientos no se hicieron para habilitar el recreo en el patio del amor eterno? Que no existe. Es imposible. Pero lo imposible, ya lo dije, también tiene sus excepciones. Este texto, como la mayor parte de este suplemento, es urgente. Urgentes las ganas de que las emociones duren un rato más. Urgente la necesidad de compartir con las miles de personas que se conmueven, que llaman, que mandan mensajes, una especie de agradecimiento porque gracias a ellos y a ellos las familias que supimos conseguir no tuvieron que esperar a este reconocimiento legal para ser reconocidas por nuestros pares, nuestros prójimos, nuestras prójimas, para apropiarnos –ya que estamos–, de esa palabra tan evangélica ahora que la palabra evangélica se empuñó como lanza del odio. Urgente es, también, este orgullo que se expande por el pecho y estalla. Un orgullo diverso que tiñe las páginas que siguen, porque en definitiva también es para festejar que estas páginas existan como el soporte de todo lo que quisimos decir en esta semana en la que casi siempre terminamos abrazadas, abrazados. Orgullo de ser quienes somos. Orgullo de haber empujado el sentido común hasta desmadrarlo. Orgullo de haber puesto imágenes y palabras a nuestros amores, nuestros dolores, nuestras familias. Habrá que revisar ahora la agenda del día siguiente. Habrá que comprometerse con esa agenda con la misma pasión y decidirnos de una vez a llorar las amargas lágrimas de tanta muerte que nos precede en este camino y pende sobre las vidas y los proyectos de travestis, transgéneros, transexuales. Habrá que ponerle un nombre al homicidio de Andrea Pérez y habrá que hacer público y común ese duelo para poder decir basta de una vez. Porque ella, travesti, en situación de prostitución y trabajadora de la Cooperativa Nadia Echazú, murió encandilada por las falsas promesas del amor romántico de un chongo violento encorsetado en esos roles de género a los que ahora prentendemos quitarle su hegemonía. Esta ley de matrimonio igualitario pondrá su granito de arena o de arroz a través del lento desbaratarse de las instituciones tradicionales, a partir de los nuevos relatos familiares, a partir de que se empiece a enseñar en las escuelas que no hay opciones únicas ni para el binomio mamá y papá –ahora multiplicado en opciones múltiples– ni para lo que cada cual desea para sí mismo.

Anoche me dormí escuchando como entre sueños una propuesta de casamiento. Me desperté con la conciencia de que mi hijo menor también podrá tener mi apellido. Transito el día con las ganas infinitas de juntar tantos amigos y amigas como sea posible para brindar hasta marearnos porque este país será otro desde Ushuaia a La Quiaca. No voy a pedir disculpas por el desliz autobiográfico porque nuestras biografías son las que se exponen en las páginas que siguen. Porque con esa materia se asfaltó el camino que llegó a la resolución que hoy alumbra un país en el que vale la pena vivir aunque todavía falte tanto. Quedará en nuestra memoria el modo en que miramos a nuestros hijos la mañana siguiente. El modo en que ellos y ellas nos devolvieron la mirada como si supieran. Esta alegría que desborda y que fue acumulándose desde que, por ejemplo, los compañeros y las compañeras de este diario salieron a la calle el martes 13 a hacer ruido con lo que fuera para contrarrestar la avanzada fundamentalista. El modo en que un cumpleaños infantil en el que me tocó estar se lanzó a la calle de un barrio conservador a tocar cacerolas, matracas y sikus. Tengo ganas de agradecer, pero no debería, porque esto no fue para mí ni para nadie en particular. Fue por todos y por todas. Por la voluntad de cruzar la frontera hacia un cambio de era que todavía no se termina de dimensionar pero que ya se está dibujando en el horizonte. Amigos, amigas, queridxs todxs, preparen los pañuelos. Estamos nadando en un mar de lágrimas. Y son tan dulces estas lágrimas que no se puede hacer más que compartirlas. El matrimonio ya es historia, no solo porque esa instituciòn marca un antes y un después en el devenir del tiempor sino porque nunca volverá a ser lo que fue.

Marta Dillon

El día M

A nadie se le ocurrió que íbamos a llorar así. Nadie pensó en este estallido de alegría desmesurada, en este saltar con los otros, con los mil que a las cuatro y media de la madrugada nos apretamos hasta el final ante el Congreso para decir, como nunca antes: igualdad, igualdad, igualdad. Siempre la política guarda ese plus que se puede experimentar ante el triunfo final de una idea, de una sociedad, y de pronto, sin que nadie lo esperara, las viejas palabras vuelven a tener sentido. Las palabras tan manoseadas, tan gastadas por el uso que les han dado los traidores, se pueden repetir como una declaración de amor: ¡Igualdad! ¡Igualdad! ¡Igualdad! La emoción de la política, de una epifanía común, de un cambio histórico, nos tomó por asalto antenoche, en la plaza esa que cruzamos tantas veces antes, en la misma plaza donde bailamos tantas veces al terminar las marchas, durante todos estos años de soltería. El casamiento entre personas del mismo sexo es ley, y lloramos, juntos, porque un cambio así, sabemos, intuimos, sólo puede traer felicidad.

El miércoles, durante 16 horas, cuarenta mil personas se juntaron en la Plaza del Congreso para esperar la ley de matrimonio entre parejas del mismo sexo. El comienzo de la tarde, invernal y cruel, fue como un picnic fuera de época, en el que las familias con chicos se paseaban pura parsimonia comiendo garrapiñadas, los noviecitos de la mano como en paseo dominical de pueblo, las noviecitas a los arrumacos bajo ponchos y tapaditos, los chongos del Movimiento Evita a full con el parche del bombo, y Evita montonera mirándolo todo desde un cartelón, con el rostro del pelo al viento, en el corazón de un sol. La tarde fue apacible, pero se calentó, de a poco, con el ímpetu que da el montón. Las fotos tramposas de la media luz que salieron en los diarios habían mostrado el día anterior a una supuesta multitud naranja, convocada por la Iglesia y el peronismo de derecha, desgañitándose en rezos e insultos para frenar la votación de la ley en el Senado. Eran casi todos estudiantes de escuelas católicas chetas y un puñado de sindicalistas arreados en 16 micros de la CGT Azul y Blanca que lidera Luis Barrionuevo, y de los peones rurales, al mando del Momo Venegas.

El miércoles tampoco hubo mucho arreo que digamos. Menos micros, más gays, lesbianas, trans, y muchos amigos héteros llenaron la plaza a eso de las cinco. En un desafío televisivo y casi performático un grupo de cristianos ultras había copado la vereda de la avenida Entre Ríos, y colgado una bandera en las rejas del edificio: “Ni unión, ni adopción. Sólo varón-mujer”. Rezaban. Los activistas de las organizaciones glttb, los de la izquierda –que estuvo desde muy temprano con la clásica marea de banderas rojas– y los camarógrafos de la tele en busca de algo que mostrar, los rodearon, de a poco, cada vez más. “¡Iglesia! ¡Basura! ¡Vos sos la dictadura!”, les gritaba la multitud a los católicos. Uña señora de rulero ancho vuelto bucle marcaba el ritmo del rezo con un megáfono. Atrás, un morochón como salido del Angels sostenía una virgen blanca en las manos y le daba al Ave María como poseso. De fondo, largó un punchi punchi como de América, y el forcejeo de la policía para separar a los dos bandos provocaba uno que otro exabrupto. Con la disputa –hipertransmitida en vivo por los móviles en directo– hasta el frío exagerado se calmó. Un pibe de jean ajustado, campera corta y gorro de lana, se trepó como un mono a la reja y con una trincheta rasgó la bandera insultante y la hizo caer. Temerosa de que los huevazos que de tanto en tanto esquivaban los fachos se volvieran torrenciales, la policía los sacó del lugar en un operativo de abrazo sincronizado. Los condujo contra la pared del Congreso, hacia Rivadavia y más allá. Todos corrimos. Hasta que el tumulto se diluyó en Riobamba. La plaza era toda nuestra.

Al atardecer se dio esa mezcla que sólo el peronismo puede dar en estos tiempos: los piqueteros de la Aníbal Veron, los militantes del Peronismo transversal, mi nuevo amigo –el académico que les enseña doctrina justicialista a los delegados más jóvenes de la CGT–, junto a los modernos de raros peinados viejos, las trans pura sobriedad militante, las lesbianas de pantalón cargo y las de elegantes tapados de lana merino, el perfume del chori y el paty junto a los aromas importados que parecían haber sido vaciados en todos esos cuerpos, bellos, por cierto. ¡Cuánto chico lindo había en la plaza del amor! ¡Cuánto marido por metro cuadrado! Entre todos ellos busqué como un sabueso a los que sí se querían casar: tarea utópica. Una cosa es conseguir la ley, otra, muy distinta, incautos dispuestos a utilizarla. Ese ejercicio me llevó buena parte de la tarde, Cada tanto preguntaba, los tórtolos se miraban a los ojos, y decían cosas como: ¿vos qué decís? O, en una de ésas, el tiempo dirá. ¿Se lo habrán replanteado por la noche tarde, cuando al fin ganamos? ¿Habrá mucha demanda de síes en este mes para festejar? Quise sacarles el sí a mis amigos de toda la vida, que llevan 18 años juntos. Pero ese understanding que tienen, uno con dos novios más, el otro con ciento diez, no les funcionaria con esta ley monogámica. Pretenciosos, van por más: matrimonios múltiples, la nueva utopía.

Al atardecer, con esa luz que parece de estampitas de los Testigos de Jehová, el Barolo lucía a lo lejos como una postal marica, medio cursi, algo kitsch. Al pie del Congreso la fiesta se había encendido porque las bandas tocaban temas para bailar. Pasaron mi ahijado y sus papás, su hermanito, otro amigo más, todos bailando una de Bob Marley, y los niños en los hombros, para ver la multitud. Momento glorioso. Toda la plaza, desde el monumento, hacia las rejas recuperadas, llena. Los ambulantes, a pleno. El rey: un chico hermoso que ofrecía comida hindú: chapati vegetariano, decía en caligrafía infantil. A las 19.20, ese mujerón que es María Rachid apareció en el escenario del Inadi para anunciar una buena noticia que dejó el aire festivo hasta la madrugada: “Sabemos que el conteo de votos va bien, estamos dos votos arriba”. Los gritos de la multitud, ya dispuesta a permanecer, estallaron. Entonces Norma, la esposa de Cachita, alentó a la leonera: “Les cuento que la luna de miel tardó treinta años pero llegó”, dijo, y la masa le devolvió con besos. “Arriba la igualdad jurídica!”, bramó.

A los discursos los siguieron Francisco Bochatón y, más tarde, en un recital de lujo, con todo y banda, y con Liniers, Kevin Johansen produjo mareas de cadencia latina hasta que regaló su “Guacamole” para cerrar. A esa altura, en mi búsqueda del amor matrimonial, había dado con dos casos testigos de felicidad: el de Ignacio Porras y su novio Enrique Podasa, los dos de 23, uno estudiante de nutrición, el otro de biología, en Mar del Plata; y el de Natalia Zelechowski, de 34, y su novia Cristina Fernández –sí, señores, aquí no hay invención–, de 35. Los chicos se conocen hace tres años, casi viven juntos, y son de la generación cuyos padres se sueñan abuelos de sus hijos, los que piensan tener después de casarse, pronto. Cristina, la homónima de la Presidenta –aclaremos que para nada K– está además embarazada de cinco meses y luce una panza a la que el saco no llega a abarcar. Viven en Quilmes. Cristina trabaja en una fábrica de Berazategui. Natalia en el estudio contable del padre. El miércoles al despedirse les dijo a sus compañeras de trabajo: “Si sale la ley, prepárense para el casorio”. Por la noche ninguna de las dos estaba muy convencida, desconfiaban de la votación sólo por desconfianza hacia los políticos. Ahora Natalia podrá ser legalmente la madre de Francisca, que nacerá en primavera. Y luego, la del próximo bebé, que gestará ella, a su turno. Y se heredarán. Y se podrán dar la una a la otra los beneficios de pensión. Y se casarán pronto, con fiesta familiar.

Si hubo una pequeña patria geletetebé durante la noche y la madrugada, ésa fue el bar Plaza del Carmen, en la esquina de Rivadavia y Callao. Me hizo acordar al clima que se vivía en algunos antros de Madrid durante la república, o en los tramos menos cruentos de la Guerra Civil Española: al menos a lo que describe David Leavit en ese novelón que es Mientras Inglaterra duerme. A lo largo de la noche las mesas se armaron y desarmaron una y otra vez, y los encuentros de afuera se hacían más íntimos adentro, entre el abrazo, el chiste, la anécdota y el comentario de salón. Saloneras de gran ocasión, todos y todas seguíamos la data del último instante con júbilo y ardor. Y aplaudíamos convencidos a algunos de los estelares líderes que llevaron adelante la pelea por la ley: se los ganó el presidente del Inadi, el gay que primero se casó, la pareja de Norma y Cachita, el diputado Daniel Filmus –chongo maduro icónico para la platea gay–, y, al final, en una especie de homenaje previo al triunfo, la Rachid. La rubia de cara de porcelana entró al café por la puerta de Rivadavia, y giró por todo el salón, hasta dar la vuelta completa, olímpica. Al final del tour, bañada por el aplauso general, llegó a nuestra mesa, donde además estaba César Cigliutti, el presidente de la CHA, para darnos información. “Ya están por votar, aguanten, no se vayan –dijo la Rachid–. Estamos dos votos arriba.”

La tía Silvia Delfino –merecía un aplauso similar– tomó su abrigo y a sus talentos cercanos para volver a la calle, donde siempre suele estar. Cruzamos todos y todas la avenida, y nos mezclamos otra vez con los valientes de la plaza. La carpa de la CHA era el único lugar con calor. Por la ventana de plástico transparente se veía en una imagen borrosa el abrazo de dos chicos, pegados, juntos, a la espera de la votación. Pichetto le sacaba brillo al piso con la derrota de los conservadores en un discurso memorable interrumpido por la neurosis teñida y fucsia de la senadora Negre. “Y llora, y llora, y llora Negre, llora”, gritamos. Pampuro dijo algo que nadie entendió. Se venía el estallido. Primero la votación por el rechazo. Votar que no para decir que sí. Y luego la votación final. El 33 a 27 con más ventaja de la imaginable, increíble, real, real. El abrazo colectivo, el beso profundo, el salto, el gritito de alegría incontenible, esa exacerbación de lo físico que produce la emoción, ese dejarse ser del cuerpo habitado por algo superior, la certeza de que no estamos solos, que jamás lo estuvimos. Delfino lo gritó como pudo, como supo: “¡Mi país! ¡Mi país!”. Y otra vez lloré.

Cristian Alarcón

La calle y la palabra

La calle exige la gimnasia de la tolerancia frente a ese infierno que son Los Otros. Si no hay erotismo o feliz curiosidad en las miradas que se cruzan o se esquivan, será entonces necesario contar hasta diez cuando el horizonte se puebla de imbéciles o malparidos. Difícil imaginar el saludo de la paz mientras duran los abrumadores monólogos de taxistas asaltados por pensamientos existenciales, cuya formulación exacta o su solución encuentran fundamento en el comentarista paleolítico de la radio.

En el vórtice de grandes acontecimientos, como es el debate parlamentario por el matrimonio igualitario, la calle nos ha puesto todos los días a prueba, incluso a quienes caminamos un poco en posición de perfil egipcio. Titulares estratégicos de diarios, portadas éticamente encendidas, panfletos arrojados a la vereda, afiches donde los colores revelan tanto como las palabras. Del arcoiris al naranja, las insignias pueden ya prescindir de explicaciones. Este papelito es de los maricones, éste de los curas. El Vecino Naturalmente Indignado, para quien el uso de la palabra es un derecho suministrado por la usina del sentido común, entiende ahora que las uniones entre los raros pueden tener su reconocimiento jurídico sin que a él le cueste un peso, y que esa cierta repugnancia que le despiertan sus maneras y sus amores no tiene por qué estar también rubricada por el Estado. Algo de reciclado espiritual se ha conseguido en la Gran Aldea, a fuerza de militancia Gltbi y de cosmopolitismo mediático, y pocos pueden ya fingir ingenuidad ante el término homofobia.

No obstante, ay, para el Vecino Naturalmente Indignado, el tema de la adopción afea un debate que debería quedar inscripto en la minuta más o menos banal de las elecciones afectivas perversas entre dos-adultos-que-por-suerte-no-somos-nosotros. Allá ellos los homosexuales con sus gustos, pero con los niños no. Y aquel morochito sucio, que un rato antes le había tratado de meter sin suerte la estampita de San Roque entre los dedos, adquiere ahora el carácter de Sujeto Sagrado que debe tener un papá y una mamá, pero como único derecho humano. “Pero entonces que también críe a un pibe una pareja de simios, total, si todo da lo mismo... Además, qué tanto hablan los homosexuales de los chicos de la calle, si seguro van a querer adoptar rubiecitos y de ojos celestes”: el taxista ha meditado el tema con las herramientas de la tradición oral; los gays somos gente fina que transitamos entre la ópera y los perfumes de free-shop, y a otro con el cuento de que vamos a aceptar decorar un cuarto infantil para caripelas del altiplano. O vaya a saberse si el comentario tenía como objeto describir un gusto estético que devendría en gusto sexual. Así son de morbosos los normales en sus ensoñaciones, como lo fue en su mesa, esta semana, la señora Mirta Legrand inquiriendo a Roberto Piazza sobre posibles violaciones infantiles. El estereotipo del gay blanco, de clase media, concupiscente, vence cualquier evidencia que pueda uno presentar como descargo. Y ni hablar cuando al estereotipo se le suma la acusación de representar apenas una sexualidad “a la moda”, como si el gusto por la pija pudiera tener su correlato en la última camisa que ofrece en su vidriera el local de Tascani. Las argumentaciones dentro del taxi fachistón ingresan entonces al escenario del ridículo, y no vale la pena gastar más pólvora en chimangos. Por eso, la ventanilla vuelve a ser el único interlocutor posible.

El martes pasado, el Vecino Naturalmente Indignado robó cámara con su bronca difusa y mimética en la Plaza del Congreso: la inseguridad también es meter ideas raras sobre la feliz familia tradicional ideal, ese paraíso alacrán perdido desde siempre. Somos para ellos ladrones de un botín histórico, los niños conceptuales. Habrá que entregárselos, todo por culpa del Gobierno. No hay argumento que no se crea sabio y popular en boca de los apasionados manifestantes antimatrimonio igualitario, concentraciones paranoicas sobre clausuras del linaje humano, complots del sionismo kirchnerista montonero, reversión del orden natural, por el cual “el chico en el colegio tendrá que explicar que su papá tiene un pilín, y su mamá tiene también pilín”, el morbo jocoso fijo en la entrepierna. Tradición, Familia y Pilín. Un obispo académico habla de kulturkampf, lucha cultural, donde nosotros, los raros, pasamos a ser instrumento del destructor de las cosas, que es siempre el materialismo histórico.

¿Cómo tomar la palabra en una ciudad donde el Vecino Naturalmente Indignado se atribuye el poder de decirlo todo antes de que uno pueda siquiera abrir la boca, porque cuando él habla, cree que habla la comunidad entera? Como el extranjero del libro de Julia Kristeva, nos quedamos con la rabia oprimida en el fondo de la garganta, callados aunque sea a medias. Nuestra opinión minoritaria o es muy poca o es demasiada, y por incomprensible o mal comprendida siempre resulta una insolencia.

En una entrevista en C5N, Elisa Carrió se lamentó de que “la comunidad” (en estos días pareciera que los únicos seres que merecemos esa nominación somos los gays, las lesbianas y las trans) se obcecase con el matrimonio igualitario en lugar de agradecer la oferta de derechos en liquidación por parte del Senado, algunos tan bonitos como los que otorga el matrimonio: “Dicen que prefieren pelear por la palabra, aunque tengan que perder por eso los derechos”, aseguró, y con la mentira la Sibila del Impenetrable no se puso más naranja que de costumbre.

El 14 de julio, sin embargo, los gays, las lesbianas, las trans, tomamos la palabra, y nos quedamos afónicos de tanto festejo. Tomamos la palabra, y con ella todos sus derechos, incluido el derecho a no querer casarnos. Con la palabra, tomamos también la calle y corrimos alrededor del Obelisco, porque dejamos de ser, al menos dejamos de sentirnos, el extranjero silencioso de Kristeva. Quién sabe, las amargas lágrimas de la senadora Negre de Alonso en la derrota acreditaban que la Argentina se hacía por fin extranjera para sí misma, junto con nosotros. Miren, si no, cómo la hegemonía sexual se ha quedado sin lengua y sin sello. La marea naranja católica del día anterior en la Plaza del Congreso, donde vociferaba el Vecino Naturalmente Indignado contra el matrimonio igualitario, en nombre de esos niños conceptuales sometidos a la tiranía de los famosos dos pilines, tuvo que resignar el uso exclusivo de los nombres, que ya no serán para ellos lo mismo. Estarán ahora perdidos en el laberinto del lenguaje, como estuvimos perdidos nosotros, y tendrán que aprender que el universo ya no les pertenece.

Va finalmente mi recuerdo hacia el adolescente conchetón de remera naranja, sonrisa beata y crueldad bien administrada, que una tarde de éstas, en la 9 de Julio, me ofreció un volante lleno de esa cantinela de un papá, una mamá y un orden natural. El chico parecía aupado en una paz inconmovible, como quien camina por encima de la farsa de un mundo que, no obstante, sabe que los suyos mantienen bajo custodia. Yo iba a discutirle, pero me di cuenta de que sería inútil, porque él era subsidiario de la razón suficiente. Lo miré con la misma tranquilidad con la que me hacía el convite de la propaganda, y le dije “metétela en el culo, así los dos quedamos en paz”. Después me dio un poco de pena, verlo tan necio. El angelito de la remera naranja, pobre, estaba luchando contra el Angel de la Historia.

Alejandro Modarelli

Informe para una academia: Congreso de Formas de Vida

No voy a decir, como muchos de los integrantes de la Cámara alta aclararon, que yo tengo un amigo homosexual. Tampoco, como solía decirse hasta hace unos años, que tengo un amigo judío. Diré algo más radical: yo tengo un amigo fascista.

Este amigo, naturalmente, negará su fascismo diciendo que es anarquista y que su rabiosa oposición al matrimonio universal se basa en una repugnancia total y definitiva a cualquier forma de estatización de las relaciones humanas. Esa forma radical de pensamiento (que en momentos de excesos alcohólicos cualquiera podría suscribir) es lo que en filosofía política se reconoce como anarcocapitalismo, una de las máscaras que el fascismo tiene, con su desprecio a la juridicidad, las instituciones, las burocracias parlamentarias y todo lo que no tenga que ver con el decisionismo.

Según su criterio, habría que prohibir totalmente el matrimonio, y no ampliar su alcance. No discuto con él (¿quién puede o quiere discutir con un fascista?), pero sé que se equivoca en varios puntos, pero sobre todo en uno: el nivel de análisis.

Cualquiera puede poner a trabajar las hipótesis de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado y declarar que allí está el Mal. Claude Lévi-Strauss se dejó llevar por la misma ilusión metodológica y en un texto memorable, la “Lección de escritura”, incluido en Tristes trópicos, declaró que escribir volvía a las personas esclavas de la Ley y las sometía a un ritual de poder. La historia de la escritura, en su perspectiva, coincide con la historia de la dominación.

Por supuesto, Lévi-Strauss tiene razón en un nivel de análisis, pero en otro no. En países como la Argentina, con índices endémicos de analfabetismo, una hipótesis así carece de todo fundamento liberador. Sólo desde la “grandeur de la France”, con su probada eficacia escolar, podría sostenerse una versión tan pesimista de la alfabetización.

Con el matrimonio universal pasa lo mismo: podemos señalar las miserias del “instituto matrimonial”, pero sólo a partir de su universalización, es decir, de la transformación de un privilegio en derecho. Ya podremos reírnos de la épica pequeñoburguesa de las locas y tortas casamenteras (como del voto obligatorio), pero lo primero es la causa de los universales (y después, su crítica).

Todo esto como introducción al comentario crítico del debate senatorial a propósito de la ley universal de matrimonio, que duró mil horas y que, como todo congreso académico, abundó en estupideces y poquísimos memorables momentos de claridad y brillantez.

Además, como lo que se debatía era la regulación legal de una forma de vida (porque las formas de vida, correlativas de actos de discurso, son instituciones propiamente jurídicas), los senadores y senadoras se entregaron a un rápido repaso de la historia de la sexualidad, las etimologías, los sistemas de parentesco, la institución griega de la pederastia, los chamanes y su relación dinástica con los hombres-mujeres, la determinación de la economía sobre la cultura, la psicología y los procesos de identificación, las relaciones entre cuerpo y género, en fin: un congreso de ciencias sociales o, más precisamente, sobre formas-de-vida, es decir: sobre la guerra civil que las define y las constituye (supongo que muchos académicos, becarios y estudiantes habrán estado en estos días redactando los discursos senatoriales, porque ya sabemos cuán brutos son nuestros políticos como para poder suponer que, de pronto, aparezcan citando a Gide, el Retrato de Dorian Gray, Virginia Woolf, Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Arco (que de psicótica belicosa pasó a ser torta asesina, en una apresurada operación de interpretación cultural) o Habermas, y estableciendo deliciosas diferencias entre el pater y el genitor.

Las posiciones eran, por cierto, dos (dejo de lado las abstenciones, que fueron pocas y cobardes): a favor del matrimonio universal y en contra. El debate, como era bizantino (porque el matrimonio entre personas del mismo sexo ya existe, porque las familias homoparentales ya existen, porque el mundo ya es el mundo), abundó en delicias retóricas.

Los argumentos de quienes estaban en contra eran de una estupidez y de una ignorancia que no merece comentario alguno. Baste señalar el modo en que el odio se filtraba en las hipócritas posiciones que partían del reconocimiento de la aceptación de la homosexualidad como realidad (“yo tengo amigos homosexuales” o incluso, como se animó a decir la siempre perfecta Hilda de Duhalde, “familiares homosexuales”) y la insoportable cantinela: “Yo no discrimino”, como si la discriminación fuera un verbo que pudiera declinarse en primera persona. No, señores y señoras de derecha: “discriminar” (como “asesinar”) es un verbo defectivo y sólo se conjuga en segunda o tercera persona: usted discrimina, ellos discriminan. Y el que es capaz de pronunciar un juicio semejante nunca es uno, sino el objeto de discriminación. “Yo no discrimino, pero ustedes son distintos”, ellos decían.

La siniestra informante señora Negre de Alonso no cesó de aclarar que ella no discriminaba, aun cuando se escandalizaba ante la mera hipótesis de tener que enseñarles a los niños, ahora, que además de hombre y mujer (“como se nace”), la sexualidad es construida y hay homosexuales, bisexuales y trans. Y defendió a los objetores de conciencia (tuvo que contestarle Norma Morandini). Señora Negre, usted se tiñe el pelo y es probable que el agua oxigenada haya destruido su masa encefálica: nada tiene que ver una ley de matrimonio universal como la que se discutía con la educación sobre determinadas variedades de lo viviente, lo que usted piense sobre lo normal y lo desviado no les importa ni a las Carmelitas que se cartean con Bergoglio, y a ninguno de nosotros nos interesa que tal o cual portero tribunalicio quiera o no casarnos. Para eso hay muchos empleados en el Estado.

Muchos de los objetores del proyecto con media sanción en Diputados (luego de insistir en su respeto a los derechos de las minorías sexuales) seguían machacando con los fundamentos “naturales” de la familia (como si a uno pudiera importarle el modo en que las cucarachas, las hormigas o las garrapatas viven para decidir su forma de vida). Las más lamentables eran una senadoras de provincia (yo soy provinciano y odio a los porteños, de modo que puedo pronunciar sin mala conciencia un juicio semejante), medio empastilladas y temerosas del juicio de Dios.

El más sólido de los representantes de la derecha fue Luis Naidenoff, de la UCR. Esgrimió argumentos leguleyos con gran solvencia que, si uno fuera idiota, habría aceptado sin dudar. Y la más astuta, la ya citada Chiche, que dijo el único argumento que podría haber frenado la iniciativa parlamentaria: el tema no es prioritario en un país donde hay miseria, hambre y los jubilados no cobran el 82% móvil.

Como la derecha, además de vil, es torpe, hizo caso omiso de tal argumento y se lanzó locamente a discutir lo natural, lo cultural, la infancia, la moral, la ética, las relaciones entre formas de vida y actos (jurídicos) de discurso, en fin: los temas de la filosofía más actual y más italiana, pero sin mayores respaldos argumentativos. Ahora, que se jodan.

Muchos repitieron argumentos eclesiásticos: los homosexuales tienen más de quinientas parejas. Es como si dijeran: “¿Pero cómo? ¿Además de coger mucho, quieren casarse?”. Y sí, señores, disentimos del heterosexismo por aburrimiento, y volvemos al instituto familiar por agotamiento. Ustedes, además de coger mal y poco, son malos padres. ¿Vieron qué paradoja?

Un médico neuquino, que se oponía al matrimonio universal, dijo o insinuó que ya hemos avanzado bastante, y que como ya nadie apedrea a los homosexuales (en fin, digamos), deberían contentarse con eso.

Una señora inverosímil se alarmaba porque, de acuerdo con el proyecto de ley, los hombres podrían pedir licencia por maternidad. Y otra, que a todas luces hacía mucho tiempo no le veía la cara a Dios, levantó su dedo admonitorio alertándonos de que la Argentina será proveedora de niños para los países donde hay parejas homosexuales reconocidas por la ley. Y otra, con voz de pito, denunció que se violaron los fueros porque dos senadoras fueron puestas en el avión presidencial, “como antes se encarcelaba a los disidentes”. Y agregó, perdida en unas nubes de Ubeda: “Yo tengo mucho proyecto de aborto” (ella misma parecía uno).

Entre los que estuvieron a favor de la ley se destacaron el insoportable Daniel Filmus, el cordobés Juez (genial: una precisa y deliciosa combinación de humorista, sabio de vereda y filósofo cínico), la chaqueña Corregido, calma y brillante al mismo tiempo, Blanca Osuna, Samuel Cabanchik, Oscar Castillo (que hizo una historia del amor deliciosa y puntuada de ironía, con menciones a las manducaciones por las que Julio César fue tan querido entre su tropa, y a la amistad mítica de Aquiles y Patroclo). Giustiniani, del Frente Cívico, citó a Jürgen Habermas. Pichetto, como siempre, bruto como un arado, desagradable y molesto.

Pero más allá de los retazos de ciencias sociales, hubo mucho clasicismo, mucha cosa griega y romana, y mucho humanismo. Fue como un Renacimiento por TV (que conste: TN transmitió los discursos casi sin interrupción y cortaba los discursos más salvajemente reaccionarios; Canal 7 no puso casi nada al aire).

María Eugenia Estenssoro, de la Coalición Cívica, finísima como siempre, señaló que las mujeres pueden identificarse “con esta situación (discriminatoria) que venimos a resolver”. Confesó que le gusta decir que “soy casada, divorciada, madre soltera y concubina”, y que eso demuestra la evolución de la familia. Sobre el proyecto alternativo de unión civil señaló que es “súper-precario, lamentable, escandaloso”, y lo probó sobradamente. Habló de sistemas de parentesco y destacó que los homosexuales quieren “relaciones sanas, dignas, dignificadas”. Y tiene razón. Puede quedarse tranquila la derecha: de estas uniones que el Senado ajustadamente ha garantizado no sale un niño puto ni una niña torta ni por casualidad. Esperemos que la Iglesia y la Televisión, que tanto han hecho por la proliferación del goce, sigan proveyendo.

Daniel Link

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