jueves, 25 de febrero de 2010

La reina ha muerto


El 11 de febrero, el mundo de la moda recibió una noticia tan inesperada como impactante: Alexander McQueen había muerto. Pocos días después se supo que se había ahorcado en el placard y mientras sus hermanos velaban a su madre. Con apenas 40 años, había revolucionado la moda, introducido la clase obrera en la alta costura, respondido a la prensa que lo criticó, recibido una condecoración de la Reina Madre a pesar de haber injuriado en un traje a medida al príncipe Carlos, subido el espanto cotidiano a las pasarelas, escandalizado a un mundo que vive del escándalo.

Flores dispuestas cual ofrenda rocker por los fans de la moda en las fachadas de las tiendas McQueen de Nueva York, Los Angeles, Londres y Milán, sumadas a un repentino furor por los foulards con estampas de calaveras cotizadas en 225 euros, esos pañuelos que luego de los pantalones bumsters que durante 1996 marcaron el reinado del tiro bajo fueron uno de sus diseños más democráticos, sumado al incremento en un 120 por ciento en las tiendas departamentales Selfridges y Liberty de prendas con su etiqueta, son algunas de las acciones de moda que siguieron al estupor que generó la noticia de la muerte del diseñador inglés Alexander McQueen.

El contexto fue tan dramático como sus puestas: el diseñador que tuvo predilección por cubrir el rostro propio y los ajenos con máscaras se suicidó el 11 de febrero colgándose de una soga, en su hogar de Mayfair, mientras que el resto de su familia –seis hermanos y su padre taxista– velaban el cuerpo de Mrs Joyce McQueen –su venerada madre–, una asistente social que había alimentado en el pequeño Lee el gusto por la moda, pero también por la tradición scottish y las tramas sangrientas.

Tenía 40 años y revolucionó las pasarelas de alta costura de fines del siglo XX y comienzos del XXI con ardides emparentados con el cine de horror, la ciencia ficción y las construcciones sartoriales de belleza inédita ricas en citas historicistas. Muchas de sus construcciones podrían pasar por piezas de un raro museo con eje en la historia del traje, aunque con anclaje visionario, pues McQueen trabajaba en las siluetas del presente y anticipaba las del futuro.

Otro de sus aportes consistió en disparar el ingreso de la clase obrera a los ateliers parisinos: en 1996 trasladó sus storyboards para colecciones con escarabajos, plumas de pájaros, escenas de sadomasoquismo, ironías sobre amigos drag queens y botas de madera que emulaban piernas ortopédicas al mismo salón de la avenida George V de París donde Hubert de Givenchy diseñó los trajes para Audrey Hepburn en los films Sabrina y Desayuno en Tiffanys. La varita ejecutiva de Bernard Arnault –entonces presidente del holding LMVH– lo había designado sucesor de John Galliano como consecuencia de una estrategia de marketing destinada a remozar la imagen de mausoleo de las firmas más tradicionales para así cautivar a las nuevas generaciones de consumidores.

El joven inglés –quien con facilismos fue calificado de “niño terrible” y también de “hooligan de la moda”– aterrizó con su figura regordeta y sus bandejas de comida chatarra sin siquiera hablar ni una palabra de francés. Pero sus vastos conocimientos de las técnicas de corte y de realización de moldería derribaron toda barrera lingüística. Vale mencionar que en cuestiones de argot fue experto en deslizar las mejores puteadas dirigidas hacia las cronistas de moda que con frecuencia se escandalizaron en el transcurso de sus desfiles. Pasó con “Highland Rape”, la colección de 1996 que admitió faldas kilt de primorosa factura en modelos con las piernas ensangrentadas y cordones de tampones a modo de accesorio (él argumentó como leitmotiv su homenaje a una masacre del siglo XVIII). Y los improperios continuaron luego de la presentación de “The Birds”, un homenaje a Alfred Hitchcock que hizo volar plumíferos en la pasarela y exaltó vestidos y sombreros símil pájaros. O cuando una cronista del Women’s Wear Daily tuvo la pésima idea de dudar acerca de la autenticidad de un tartán en tonos de amarillo, rojo y negro que él designó como icono de su historia familiar: “Nuestra insignia es una cabeza de lobo, el slogan Constante y Leal y la trama, la de un tipo diabólico llamado John, quien enterró vivas a sus dos hijas para impedir que se unieran en matrimonio a los hermanos McQueen”, fundamentó Lee. Acto seguido, la cronista tembló en silencio y nunca más le cuestionó ninguna gama cromática.

La biopic de McQueen admite otros matices dignos de sus compatriotas del punk couture: abandonó el colegio a los 16 años, fue aprendiz de Anderson & Sheppard, una sastrería del barrio Saville Row que realizaba trajes a medida para el príncipe de Gales. Fue allí donde en la entretela de un traje a la medida de Charles el joven Lee bordó la expresión I am a cunt. (Pese a ello, en 2003 fue condecorado con la Orden del Imperio Británico de manos de la Reina Madre. Asistió al Palacio de Buckingham ataviado con falda kilt y un sombrero al que describió como “una banana en la cabeza”. “Fue todo muy extraño, venía de bailar en el Claridge, fui casi sin dormir, pero mi madre adoró la ceremonia”, dijo luego a la periodista Sarah Mower.)

Entre sus etapas de aprendizaje hubo ratos de sosiego, tanto en pasantías en el atelier del diseñador japonés Koji Tatsuno como con el italiano Romeo Gigli. O el posterior paso por la casa especializada en vestuario teatral Berman and Nathan, su escuela para emular geishas, las variaciones sobre la silueta victoriana e imponer el maquillaje guerrilla style que luego copiaron una y otra vez los estudiantes de diseño del mundo entero.

Su graduación oficial remite a 1994 y a la escuela Central Saint Martin’s. Allí presentó la colección “Jack The Ripper Stalking his Victims”: había sido confeccionada gracias al dinero del seguro de desempleo y, según cuentan, con telas de encaje y tartanes robados a sus compañeros de piso. Apenas irrumpió en la pasarela fue adquirida por la excéntrica editora Isabella Blow, por entonces lupa cazatalentos y editora de la publicación Tatler.

A comienzos de 2000, además de casarse con el documentalista George Forsyth y de celebrar la boda con una fiesta en un yate en las aguas de Ibiza con Kate Moss oficiando de madrina, Lee vendió el 51 por ciento de su marca propia al grupo Gucci por una cifra millonaria.

Su dieta de fast food ya había sido reemplazada por otra más nutritiva y selecta, y cultivaba una disciplina digna de un gimnasta. El matrimonio con el joven director fue extenso y culminó en 2007. En 2008, Lee contó a la crítica de modas del New York Times, Cathy Horyn, que su actual vida afectiva consistía en citas con un actor porno. En 2006, Kate, la madrina de la boda, tras aparecer posando en un tabloide inglés consumiendo cocaína, fue redimida del escándalo por su amigo diseñador mediante un holograma que reproducía su silueta flotando, mientras modelos reales desfilaban al ritmo de “The Last Dance”.

En un intento de retrospectiva del estilo McQueen, “La Dame Blue”, en el invierno 2008, ofició de homenaje post-mortem a su principal mentora, la editora inglesa Isabella Blow. Tuvo vestidos de cóctel con técnicas sartoriales y cinturas exageradas, robes de colores, trajes negros y tocados desarrollados para la ocasión por el sombrerero Philip Treacy. El bastidor para tales artificios fue una estructura de metal con alas, mitad mariposa, mitad flamingo, que cambiaba de colores en cada pasada. Y allí otra trama de moda inglesa con final trágico: en mayo de 2007, luego de hacer un cameo en Vida acuática de Wes Anderson –y, dicen, enferma de un cáncer de ovarios–, Blow se suicidó con una variedad de veneno mataplantas.

La última colección de Alexander se vio en el marco de las colecciones masculinas de Milán, léase enero de 2010, y entre sus recursos de buena sastrería expuso estampas emparentadas con el cine de David Cronenberg: de patterns con calaveras sobre bastidores color piel que emularon planos macro de anatomía patológica remixados con rituales de alguna tribu: los modelos, en su mayoría pelirrojos, los combinaron con... ¡barbijos negros! La llamó “Ann Balitheor Cnámh” y, al cierre, Lee salió a saludar ataviado con la simpleza de jeans, camisa blanca, un suéter de pura lana inglesa con escote en V y botitas de gamuza. Un año antes, también en Milán, su manifiesto de moda para hombres respondió al título “The McQueensberry Rules” y simuló un tour por estilos de un aristócrata del siglo XVIII, orgulloso de su colección de bastones tallados, pero estilizado cual pandillero dark. Los abrigos de paño con piel, los sombreros superpuestos sobre cofias, los ojos delineados con kohol, algunos delantales de cultor del leather y, como máxima provocación, medias de bailarín en color piel, se matizaron con trajes en estampas escocesas y holgados cardigan que emularon la factura casera. En el medio de una y otra hubo un homenaje a surfers en technicolor.

En octubre de 2009, desde la colección femenina “La Atlantis de Platón”, ideada para el verano 2010, hizo apología de las texturas desarrolladas con tecnología digital mediante una recreación de vestidos para mujeres anfibias usuarias de minicrinolinas. Al inicio del fashion show y desde un corto, la modelo brasileña Raquel Zimmerman posó desnuda en alguna playa y rodeada de serpientes, filmada por el fotógrafo Nick Knight. Hubo robots que oficiaron de camarógrafos y que luego dieron paso a la multitud femenina con sus animal prints tecnologizados y en colores inéditos. Iban montadas sobre los zapatos más excéntricos y fetichistas desde los creados por Yantourny (el zapatero que a comienzos del siglo XIX inició la modalidad de lista en espera, pues se tomaba años en entregar a sus clientas sus creaciones risquée) y de los que podemos ver ejemplares en YouTube, en los clips de alta rotación de Lady Gaga.

“La Atlantis” se transmitió online desde la web del fotógrafo y tuvo una audiencia de 40 millones de espectadores.

El diseñador que llevó el espanto de lo cotidiano a la pasarela, recientemente con la colaboración del productor de imagen y sonido Sam Gainsbury y antaño con Simon Costin, en varias ocasiones destacó las influencias en su obra del performer inglés Leigh Bowery. Establecer analogías con las calaveras con diamantes de Damien Hirst es una frivolidad indigna de McQueen, quien innovó los modos de abordar la pasarela una temporada tras otra. Dispuso modelos caminando sobre el agua o paseando lobos como si se tratasen de adorables mascotas, prendió fuego en los catwalks, encendió maquinarias que simularon las técnicas de action painting sobre el corsage de un vestido de la modelo Shalom Harlow. Además mudó y dejó sin habla a los habitúes de la primera fila con réplicas de pabellones de neuropsiquiátricos concebidos como salitas para ver moda inusual.

En la reciente New York Fashion Week –esta semana– hubo un homenaje espontáneo a su obra: fue casi un funeral en la pasarela bocetado por la modelo Naomi Campbell. Si bien inicialmente respondió al propósito de recaudar fondos para las víctimas del terremoto de Haití –con el título Fashion for Relief– devino en tributo al diseñador. En señal de duelo fashionista y sin alivio, las modelos-lloronas Helena Christensen, Karen Elson, Angela Lindvall y Daphne Guinness iban fabulosamente ataviadas con los rescates de originales McQueen de sus buenos fondos de placard: llevaron vestidos con crinolinas, sastrería iconoclasta, botas y zapatos descollantes, mientras secaban sus lágrimas en los velos de alta costura tramados por McQueen.

Victoria Lescano
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sábado, 20 de febrero de 2010

La ética de la promiscuidad


Norteamericano de nacimiento, hispanista por ejercicio intelectual y seductor por práctica cotidiana, Bradley Epps —profesor de Harvard y director de un programa de estudios sobre “Mujer, género y sexualidad”— habla de la necesidad de sacudir el término queer, quitarle un tanto su pátina anglosajona y devolverle su carga revulsiva y disidente en tanto proceso en curso y no resultado final. Lo queer como torcido, como desvío, línea de fuga o, más gráficamente, como un espiral que con sus altibajos habla de la larga convalecencia de las “verdades fundamentales” como Dios o la naturaleza.

Rubísimo —mezcla de Cowboy de medianoche y Ennis del Mar—, un norteamericano a no ser por sus zigzagueantes eses españolas —el acento brasileño lo perdió mediante el esfuerzo personal luego de que a los dieciséis años obtuviera una beca para estudiar en Victoria, Brasil, estado del Espíritu Santo— y el abuso melodramático del adverbio “terriblemente “, seductor compulsivo —parafraseando a Isadora, quien decía “yo podría bailar ese sillón”, él podría decir “yo podría seducir a ese sillón”—, Bradley Epps es técnicamente profesor de lenguas y literatura románicas en el departamento de español y portugués de Harvard y director del programa de estudios de “Mujer, género y sexualidad”, dos renglones de títulos que se podrían resumir en una palabra: “queer”. Un analista y un practicante de los goces queer, eso es lo que sería, aunque el término sea ahora un campo de batalla académico producto de una asonada de profesores y activistas en donde la escolástica a menudo parece lavarlo de su pasado de injuria, de cortada y barro. Se resignifica, sí, pero siempre queda la costra.

—Para mí, el discurso queer está entrando en crisis precisamente por la incapacidad de bregar con la globalización, el neoliberalismo y el consumismo. Las estrellas son todas de habla inglesa. Casi única y exclusivamente. Si saben otra lengua es probable que sea el francés, pero un francés pasado por la criba teórica. Sé que lo que digo se puede entender como la típica crítica contra el imperialismo cultural, ¿por qué no?

Libertad, identidad, queer, siempre se pasan por un tamiz anglosajón. Podría ser afroamericano, asiático-americano, pero siempre es americano en el sentido de estadounidense.

Nómade de claustros —Atlanta, Providence, Boston—, primero estudiante pobre —confiesa que en Madrid ligaba por un baño caliente (“éste me gusta, pero, ¿me dejará duchar?”)—, callejero entre los baños de Chueca y Malasaña, con sólida formación filosófica, pero también en antros, Epps no logró imponer el programa de estudios de “Mujer...” inmediatamente:

—El decano nos dijo que no. Concretamente me salí en medio de la reunión porque dijo: “Esos temas están tratados allá” —y con la mano señaló en dirección a la clínica—, en donde tienen todo tipo de tratamiento médico y psicológico. Y hasta sus grupos sociales.

Hoy, por el programa han pasado visitantes como Adrienne Rich, Leo Bersani, Pedro Lemebel y otros objetores de la heterosexualidad obligatoria.

Pero vamos más atrás y más lejos: Catawba.

—Es un pueblo muy pequeño de los Apalaches de Carolina del Norte. Allí nací. Aquello era el sur de Faulkner, de quien me habían dicho que sus obras eran terriblemente difíciles, pero cuando las leía —a excepción de El sonido y la furia, que me costó— me entraban porque... ¡nosotros hablábamos así! Mi padre llevaba una pequeña imprenta comercial que había heredado de su padre; y mi madre, que primero no trabajaba, fue maestra de escuela. Joe y Betty (José e Isabel) se parecían mucho a Doris Day y James Gardner.

¿Eran religiosos?

—Pero no estrictos. Recuerdo que cambiamos de iglesia, incluso de secta. Habíamos empezado como metodistas y luego pasamos a ser presbiterianos porque yo había tenido problemas con lo que allá se llamaba La Escuela de la Biblia, que se enseñaba durante las vacaciones de verano. Estaba muy afectado por las láminas de color de aquellas biblias infantiles. Había dos que me chocaron terriblemente. Una era la del Diluvio con todos esos los animales ahogándose: jirafas, leones, tigres, osos... Recuerdo vagamente —debe ser un recuerdo de un recuerdo de un recuerdo— que le pregunté a la profesora: “¿Por qué se mueren los animales?”. Y ella me dijo: “Por el pecado de los hombres”. Y yo le contesté: “Pero si los animales no son los hombres, ¿por qué tienen que pagar el precio de los pecados de los hombres?”. La otra lámina era la de Abraham e Isaac: Abraham con la navaja en alto a punto de degollar a su hijo porque Dios se lo había pedido. Protesté. Yo tendría cinco años y me echaron de la escuela. Llegué a mi casa en medio de la mañana y recuerdo que mi mamá se asustó: “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Pues me han echado por replicón.” Un poco más tarde, yo ya tendría seis, siete años, estaba con mi familia escuchando al pastor que hablaba de las llamas del infierno y del castigo eterno y de cómo se retorcerían los cuerpos, y mi hermano y yo nos pusimos a llorar. Entonces mi padre se levantó indignado y dijo: “Basta ya, nosotros nos vamos de aquí, esto no es para los niños”. Entonces cambiamos de secta, que luego me di cuenta de que es como si hubiéramos cambiado de club social. Mi padre solía cantar en la Iglesia Negra: llegó a cantar en la boda de Denzel Washington con Paulette Pearson, que se casaron en el pueblo.

¿Hasta ese momento eras un niño “derecho”?

—Recuerdo una recepción de orientación, previa a un viaje de becarios, en las afueras de Nueva York, donde a los chicos nos apartaron de las chicas para anunciarnos que tal vez nos llevaran a un prostíbulo. Yo estaba cagado de miedo porque supongo que habría intuido que me costaría. Luego no pasó, pero mi hermano, que me llevaría un año y medio y era bastante atractivo, una noche se puso a masturbarse. Es uno de los primeros recuerdos que tengo yo de una experiencia medianamente sexual. Hoy, mi hermano es profesor de educación física en una escuela secundaria de Carolina del Norte. Está casado con una cristiana casi fundamentalista (o integrista) y con dos hijos (que me libran del peso de no tener que “perpetuar” el apellido de la familia, “gracias a Dios”, al menos de manera carnal: los escritos, para ellos, no importan; allí lo de scripta manent sólo vale para la Biblia... mi carne será, pues, verba volant).

La mayoría de los libros y artículos de Brad Epps están en inglés, pero en español los que tiene son suficientes para ver en qué anda: Desde aceras opuestas: literatura-cultura gay y lesbiana en Latinoamérica, Estados de deseo: homosexualidad y nacionalidad (Juan Goytisolo y Reinaldo Arenas a vuelapluma) y Retos y riesgos, pautas y promesas de la teoría queer.

La h de hispanista

En Harvard creían que habían importado a un posmoderno, a lo sumo a un afrancesado, pero no a un “rarito” que teoriza sobre la raridad. Sus profesores más de una vez le habían dicho: “¡Ay, yo recuerdo cuando recién llegado aquí hacías aquellos trabajos tan bonitos sobre el neoplatonismo en Lope de Vega o sobre las influencias petrarquistas en La Celestina!”.

—Yo siempre había erotizado la teoría. Descubrí a todos los maîtres a pensar (Derrida, Foucault, Lacan, Irigaray) al mismo tiempo que el sexo tanto heterosexual como homosexual, entonces mi relación con la teoría es no tanto intelectual como carnal.

Será por eso que para Brad Epps, como para muchos activistas, el relato autobiográfico no es la impasse demagógica en una clase magistral, ni el ejemplo del maestro, sino la teoría en la materialidad de un cuerpo a través de sus ficciones cronológicas: no hay jinetas entre tesis filosófica y chisme, escritorio y barra, claustro y dark room. El tono de Brad Epps es el mismo entre las paredes forradas de una sala de conferencias que en la mesa de pub que comparte con sus estudiantes para el martini de las siete, esa bebida que en los suburbios de las novelas de Cheever y en otro tren entonan a gays tapados y casados, a adúlteros a quienes la culpa congela entre la barbacoa y el paseo de la mascota.

—Cuando llegué a Providence me hice amigo de un chico guapísimo con el que acabamos compartiendo un pisito. Yo estaba saliendo con una chica francesa. Una noche ella estaba de viaje y había tomado un poco, volví al pisito, mi compañero estaba en la cama y empezó a hablarme de sus experiencias amorosas; de pronto me confesó que había estado con un chico y yo le dije: “¿Con un chico?”, sorprendido, pero muy excitado también. “Sí, supongo que seré bisexual”, dijo (no era nada bisexual, era completamente gay). Después agregó algo así como que “bueno, me gustaría acostarme contigo”, pero yo entendí “me gustaría acostarme”, y le dije: “¡Ay sí, cómo no!”. Recuerdo que se puso como muy animado y yo pensé: “Bueno, ¡realmente tendrá sueño!”. Y me levanté para irme a mi cuarto. Entonces él me dijo: “¿Cómo? ¿Te vas? ¿No me acabas de decir que querías acostarte conmigo?”. Pero, ¿de qué estábamos hablando? El corazón me latía con mucha intensidad. “¡Ah, ¿es eso?” Bueno, y pasó. Pero me costó bastante asumirlo. Tardé tres semanas en correrme, en acabar y él me decía: “Pero tú tienes una potencia que...”. Era como si yo me dijera “con tal de que no te corras no serás gay”, y me lo pasaba pipa. Hasta que me dejé llevar y dije: “Pero esto realmente no está nada mal”. El tipo se enamoró, pero a mí me costaba asumirlo y seguía saliendo con mujeres. Una noche llamó “puta” a la francesa... ¿Estás grabando? ¡Madre mía cuando sepa! (Aunque es imposible que se entere porque no lee castellano). Yo le dije a ella: “Vete a tu casa que quiero hablar con él”. Ella se fue. Entré en su cuarto y le dije: “Bob, tenemos que hablar”, y antes de que me diera cuenta se me había echado encima, me había dado un golpe en la cara y empezamos a rodar. De pronto me di cuenta de que estaba sangrando. Llegamos hasta la cocina, entonces él agarró un cuchillo, un cuchillo enorme, yo lo tomé fuerte del brazo y me puse a llorar: “Bob, ¿qué haces?”. Entonces se desplomó. Ahí me di cuenta de que era un gran momento dramático para mí y por eso quería agotarlo al máximo, así que me fui corriendo con la camisa abierta, la cara llena de sangre y el pelo revuelto a tocarle la puerta a mi amante francesa: “¡Oh, mon chérie, que est qui il t’a fait?”. ¡Al día siguiente era noticia de media universidad!

El espectro de la libertad

La irrupción del sida fue para Brad Epps la coartada para adentrarse en el compromiso teórico con la sexualidad y la lengua, con el activismo y la agitación cultural en un marco académico en donde se le reprochaba que ensuciara sus preocupaciones estéticas con la política.

—Era el espectro de la muerte —te estoy siendo totalmente honesto— el que me dio el valor, me gusta la palabra, para superar todo condicionamiento profesional. Tardé años en hacerme el test. Cuando fui al médico y le hablé de mi situación, me dijo: “Seguro que eres seropositivo, pero asintomático, así que más vale que no te hagas el test”. Le dije: “No lo entiendo... ¡me está diciendo que casi seguro que soy seropositivo y que no me haga el test!”. “No —me dijo—, porque una cosa es saberlo a ciencia cierta y otra cosa es dudar, porque una vez que recibas el diagnóstico no lo podrás ocultar y te puede afectar la carrera.” El proceso por un lugar vitalicio en Harvard ya estaba en curso —era el año ’90—, pero él sabía que en la situación laboral no había ninguna garantía.

Existen leyes que limitan la discriminación en ese sentido.

—Pero hay mecanismos más sutiles. Me habían contado que un hispanista de renombre se estaba muriendo de sida, luego me enteré de que no era cierto. Era un rumor que estaba circulando y, debido a ese rumor, en una universidad de categoría lo habían tachado de la lista de candidatos porque uno de los mandamases, un tipo superconocido, había dicho: “No vale la pena porque dentro de tres años no estará, entonces habrá que volver a las andadas y hacer otra búsqueda. ¡No es eficiente!”. A eso yo lo tenía muy metido en la cabeza. Tenía una fantasía bastante maligna de escribir un artículo que llevaría por título “Me gané la cátedra, pero también el sida en Harvard”. Sorprendentemente, dadas mis prácticas que en aquel entonces no eran nada seguras, soy seronegativo. Me hice el test cuando tenía 39 años. El médico me llamó por teléfono a casa: “No te lo vas a creer... ¡eres seronegativo!”. Me quedé de piedra porque sigo enamorado de David, mi compañero de casi veinte años, que sí es seropositivo. “¿Pero por qué no te alegras?”, me dijo el médico. Y yo: “Es que me estás anunciando alguna manera de separación. Me había hecho a la idea de que era algo (ya sé que es imposible) que compartiríamos con mi pareja”. Fue una noticia paradójica para mí. Luego, cuando me di cuenta de que David había experimentado no sólo una gran alegría sino un gran alivio, a través de su reacción yo pude sentir lo mismo: alivio y alegría. Toda mi primera carrera pasó bajo el espectro de eso que no se reconocía en la esfera académica oficial, sólo en algunos reductos. Yo tengo nostalgia del espíritu de cuerpo y las reivindicaciones entre colegas que luego se murieron, otros que estaban muy mal y que gracias a ellos fui ganando mi libertad profesional.

Promiscua(mente)

Sylvia Molloy, pionera en la organización de un congreso sobre hispanismo y homosexualidad en donde Brad Epps participó con la ponencia “Los maricas rojos en Juan Goytisolo”, propone como traducción local para “queer”, “degenerado”, palabra que desde los médicos positivistas a mamá Cora es un vasto instrumento de discriminación, pero que carece de la carga injuriosa, callejera, del “puto” o “tortillera”. Habrá que esperar que, más allá de la voluntad o la corrección política, alguna otra traducción dada vuelta por la acción política quede en la lengua al igual que gay.

—Lo queer, que se ha propuesto como la superación de la identidad, se ha convertido no sólo en espacios institucionales sino en otra identidad más. A mí me interesa que se retome una diversidad internacional, que se vaya desangloamericanizando, sobre todo en EE.UU. y Gran Bretaña. Claro que reconozco que una vez que un discurso pasa por los ámbitos institucionales, es susceptible la transformación y tal vez incluso la tergiversación. Pero quisiera pensar, más allá de una condena sencilla, aquella tergiversación, ya que la palabra misma se conecta con los vericuetos torcidos de lo queer.

¿Tergiversar es queer?

—La figura que se me ocurre es la del espiral, lo que Vattimo llama Verwindung, que no es la superación, no es la síntesis, no es el momento de epifanía, de revelación, de superación, de trascendencia, sino de indagación en los vericuetos del abismo.

Algo más cloacal.

—El término que emplea Vattimo, en La fine della modernità y otros escritos suyos, es alemán: Verwindunges y proviene de Heidegger, aunque dice que éste no lo emplea mucho; de hecho, Vattimo afirma que el concepto, aunque no el término, marca la filosofía de Nietzsche: es un término/concepto clave del pensamiento nihilista, pero del nihilismo en su sentido posibilista, ya que la falta de fundamentos no es catastrófica sino todo lo contrario; de hecho podría ser “entendido” y “aceptado” como tal, tal vez ayudar a evitar las catástrofes que resultan de imposiciones fuertes, unidireccionales, dictatoriales e incluso violentas de una sola lectura del mundo y de la verdad del mundo, es decir, todas aquellas líneas rectas que suelen prohibir que el recto, como símbolo carnal de tantas otras cosas, se goce “improductivamente”. Esta es una vulgaridad mía, ya que Vattimo, “pese” a ser homosexual, mantiene un nivel discursivo mucho más alto —demasiado en mi opinión— seguido por muchos de sus críticos más machos, más altamente filosofantes. En un plano más alto y aceptablemente filosófico, con respecto a los “fundamentos” o a lo “fundacional”, podríamos pensar en el Satz vom Grund de Heidegger, un título polívoco que significa no sólo “Principio de la razón” sino también un “Salto desde la Tierra” o “Desde la razón”, etcétera. Que el principio —en toda extensión de la palabra— se pueda entender como un salto y no una base o fundamento inmutable —Dios, naturaleza— ya de por sí es “algo”...

Bueno, bajando, si no al recto, a los lectores: un poco de pedagogía.

—Trato. Semántica y etimológicamente, Verwindung significa un torcimiento o distorsión (de ahí el giro o la espiral) a la vez que una convalecencia (como proceso más que como resultado). Es un término que en inglés se relaciona con winding (un giro o, mejor aún, el acto de girar, aunque también se emplea en el sentido de “dar cuerda” a un reloj). Se distingue, pues, del hegeliano Aufhebung, al menos en el sentido más fuerte: “superación” (aunque las huellas de lo “superado” persisten sous rature) y cuya operación suele concebirse como una línea ascendente (sola y mezquinamente grande, como el “¡Arriba España!” de los falangistas). Es decir, Verwindung no es lineal, ni (sólo) ascendente. Piensa, por ejemplo, en los altibajos de una convalecencia: aquí los de una supuesta convalecencia de la enfermedad de la metafísica “fuerte” (y esta metafísica fuerte incluye el patológico binomio masculino/femenino que hace que lo “trans” resulte tan “problemático” para todos aquellos regidos por el binomio y tan importante, tan valioso y valiente, para otros como yo). Es, en fin, un término que señala una dialéctica débil o debilitada, de nuevo: más un proceso o curso (espiral, torcido) que un producto o final. Vattimo sugiere una especie de re-signación generalizada e interminable que no debería equipararse, al menos de una manera unívoca, a la “resignación” religiosa. Aquí la “re-signación” de-signa más bien una “aceptación” del estado mixto del mundo, promiscuo diría yo (de ahí mi “ética de la promiscuidad”), así como una (lenta, accidentada) convalecencia del dominio de la metafísica fuerte, unívoca en su conceptualización de la verdad frente a una proliferación de verdades. De ahí que Verwindung se asocie con la inoperabilidad ética de discursos fuertes, unidireccionales, totalizantes, totalitarios o incluso rectos (en el sentido de “directo” o straight) y de ahí que yo, tal vez algo perversamente (es decir, torcidamente), lo asocie con el término “queer”, que también señala un torcimiento, o distorsión, o desvío, o tal vez incluso deriva.

Por ahí va tu nuevo trabajo teórico.

—Lo estoy improvisando un poco ahora. Que yo sepa (y no es que sepa tanto), no se ha ligado Verwindung, con toda su herencia filosófica, a queer, con toda su historia de mierda callejera (es decir, la historia del término como insulto, ahora resemantizado, pero sólo en parte, como paradójico signo de orgullo), en parte porque los mandamases de la teoría queer no conocen o al menos no citan las obras de Vattimo, y en parte porque los que sí las conocen, muchos de los cuales son los machos filosofantes que te señalé antes, no “se rebajan” a cuestiones “meramente” vivenciales y, más aún, anecdóticas. Tal vez si hubiera aceptado la invitación de acompañar a Vattimo como sujeto/objeto sexual cuando me lo propuso hace muchos años en Madrid (le interesaba mi “bello rostro” —palabras suyas— y tal vez otras cosas, no mi “capacidad intelectual” poco desarrollada en aquel entonces), podría haber efectuado, “desde dentro” ese queering de Verwindung, pero ahora, cuando tengo la edad que él debiera haber tenido cuando lo conocí aquella vez en Madrid, me limito a hacerlo “desde fuera”, en un campo meramente verbal....

¿Qué es eso de la ética de la promiscuidad?

—La ética de la promiscuidad supone una heterogeneización de la moral, de la democracia y de la moral de la democracia, que se nutre de una gran diversidad de prácticas, experiencias e ideas, personas y partes, entre las cuales están las de la formación socio-sexual más asociada a la promiscuidad: la homosexualidad masculina-heterogénea, a pesar de los esfuerzos por estandarizarla.

En este momento se está discutiendo aquí el casamiento gay.

—Y tengo entendido de que hay resistencia, no sólo de sectores derechistas sino también bien pensantes: cuando los extremos se tocan, merece estudiarse. Con David no nos hemos casado porque no forma parte de nuestro imaginario. Pero reconocemos la importancia de ese derecho. Si hay compañeras y compañeros que lo desean, ¿quiénes somos nosotros para decirles que es un deseo incorrecto? Pero podría haber uniones de más de dos personas, ¿por qué no? Aunque uno de los grandes riesgos es el olvido del sujeto solo. Aquel que por la razón que sea no quiere emparejarse o buscar una vida a dúo. O que prefiere un movimiento más promiscuo, aunque eso también puede darse dentro de la pareja. Podría haber uniones de más de dos personas, ¿por qué no? Eso es algo que a mí me sigue preocupando mucho.

Dos sigue siendo el modelo.

—¡Estamos ante el predominio, la consagración del dos!

María Moreno
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