sábado, 31 de octubre de 2009

Preparen las perdices


Finalmente, después de años de lucha, dos proyectos de ley sobre matrimonio entre personas del mismo sexo fueron tratados en el Congreso.

Ambas iniciativas fueron debatidas en un plenario conjunto de las comisiones de Legislación General y de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia. Y la idea es que llegue a la Cámara de Diputados y sea aprobado antes del recambio legislativo del 10 de diciembre. Pero no porque exista algún apuro de parte del Gobierno, ni porque se especule con que, si no sale antes de esa fecha, la cosa se empantanaría. Es que los dos proyectos que apuntan a reconocer la libertad de elegir con quién asumir los compromisos de la vida en común y de formar familias –hijos e hijas incluidos– llegan a tratarse con el consenso expreso de los partidos mayoritarios –el macrismo no sabe no contesta–. El proyecto de la socialista rosarina Silvia Augsburger y el que promueve la diputada Vilma Ibarra, de Encuentro Popular y Social, tienen algunas diferencias pero un objetivo común: el mismo con el que las organizaciones lgbt ayer comenzaron a movilizarse con el obvio deseo de llegar a la Marcha del Orgullo, el 7 de noviembre, con un motivo extra de festejo.

La igualdad ante la ley podría lograrse con la modificación del artículo 172 del Código Civil: donde dice "hombre y mujer" se colocaría el término "contrayentes". Así, este artículo quedaría redactado de la siguiente manera: "Es indispensable para la existencia del matrimonio el pleno y libre consentimiento expresado personalmente por los contrayentes ante la autoridad competente para celebrarlo. El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo". Matrimonio, no unión civil, con las diferencias simbólicas que esto conlleva. Aunque lo cierto es que todavía no está dicha la última palabra y es posible que en el recorrido que los proyectos tendrán en el Congreso sufran modificaciones.

"Consagrar la igualdad de status civil jurídico social en la institución del matrimonio a todas las personas no sólo implica un desagravio a sectores sociales que han sido y siguen siendo marginados y perseguidos, sino que es fundamentalmente una conquista real y simbólica para toda la sociedad", sostienen los fundamentos del borrador del proyecto presentado por Vilma Ibarra.

¿Será el 2009 el año en que nuestras familias sean de una buena vez reconocidas con todas las de la ley? ¡Esperemos!

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El maleficio de la mariposa


La posible identificación de los restos de Federico García Lorca, víctima de la Guerra Civil Española, y la aparición de un nuevo libro firmado por Ian Gibson que centra su atención en la peripecia homosexual de su biografía, invitan a volver a leer a uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

Una vida

En estos días, la humanidad espera en vilo que los equipos de antropología forense que trabajan en las inmediaciones de Granada por orden del juez Baltasar Garzón descubran e identifiquen los restos de Federico García Lorca, que podrían estar (o no) en una fosa común entre Víznar y Alfacar, donde hay tres mil personas enterradas.

La circunstancia obliga a reexaminar las razones del asesinato del poeta, y también algunos aspectos de su vida.

En sus años escolares le decían Federica, y la prensa de derecha se refería a él, cada vez que querían desacreditar a La Barraca, la compañía teatral que fue una pieza central de la política cultural de la República Española, como Federico García Loca.

Hijo de Vicenta Lorca y Federico García Rodríguez, el que estaría llamado a convertirse en “el poeta español más leído de todos los tiempos” nació el 27 de agosto de 1897 como Federico del Sagrado Corazón de Jesús. Ya adulto, Lorca, cuya pasión por la mentira corría pareja con su pasión por la poesía, la música y el folklore, echó a correr la especie de que no había caminado hasta los cuatro años como consecuencia de una grave enfermedad.

Lo cierto fue que el niño tenía grandes pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos que “con el tiempo prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal” (como nos informa Ian Gibson en su monumental biografía, Federico García Lorca).

Desde el comienzo, Lorca, que ha nacido apenas treinta años después de que por primera vez en la historia de Occidente se imprimiera la palabra “Homosexualität” en un folleto militante, marcha con su andar de pie quebrado hacia lo queer.

Toda la historia de la poesía de Lorca puede leerse como un combate contra los monstruos infernales, y hay un compuesto indiscernible entre autoctonía, sexualidad, naturaleza y cultura que es lo que podríamos reconocer como propiamente lorquiano.

Lábdaco (padre de Layo) quiere decir “rengo”, Layo (padre de Edipo) quiere decir “pie torcido”. Edipo quiere decir “pie hinchado”. Es con esa serie de nombres prestigiosos, en los que la persistencia de la autoctonía humana se inscribe directamente en el cuerpo y el andar (la imposibilidad de salirse totalmente de la tierra), con los que Lorca establece una relación de linaje.

Lo ctónico se opone a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial.

Es posible glosar el mito de Edipo de muchas formas, pero la lectura que más conviene retener y relacionar con la obra de Lorca es la que lo reconoce como una suerte de instrumento lógico que permite articular una respuesta a la pregunta inicial: “¿Se nace de uno solo, o bien de dos?”. Y a la pregunta derivada: “¿Lo mismo nace de lo mismo o de lo otro?”.

Lo que se llama queer no es sino una etiqueta (la última) para una pregunta radical sostenida en el murmullo de los pájaros: ¿lo Real es Uno o Múltiple? ¿Somos verdaderamente libres o el efecto de un sistema de clasificación sistemática que nos precede?

Lo natural

En un retrato retrospectivo, Lorca ha presentado su infancia en los siguientes términos:

Siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza (...). En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre, separando las sílabas como si deletreara: “Fe... de... ri... co”. Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo que, al rozarse entre ellas, producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre.

Cómo el niño-poeta ha podido alucinar en el ruido monótono y quejumbroso de unas ramas viejas su propio nombre sería asunto de la psicología experimental o de la psiquiatría, pero lo cierto es que el relato dice una verdad: el llamado de la tierra como constitutivo de la poética lorquiana, es decir, la imaginación (poética) procede de la naturaleza, es su continuación, y el ser es autóctono (lo vegetal es su modelo). De allí el proyecto nunca abandonado de devenir uno con lo verde (“verdes vientos, verdes ramas”), la dificultad de ese devenir y la consecuente melancolía. El niño ya sabe que el arte no es privilegio del hombre y que constituye un geomorfismo y no un antromorfismo.

Lo animal

El primer libro publicado por Lorca, en 1918, se llama Impresiones y paisajes, y en él ya se deja leer la creciente fricción entre el celestial Sagrado Corazón de Jesús con el que ha sido marcado y su infernal cojera. Libro de poemas, de 1921, se cierra con “El macho cabrío”, fechado en 1919:

¡Cuántos encantos
tiene tu barba,
tu frente ancha,
rudo Don Juan!
¡Qué gran acento el de tu mirada
mefistofélica
y pasional!
(...)
Tu sed de sexo
nunca se apaga;
¡bien aprendiste
del padre Pan!

Todavía no muy lorquiano, el poema muestra la evidente inclinación uranista del joven granadino. Más importante es notar la aparición del aker de los aquelarres. Salido del infierno, mefistofélico, el aker de Lorca abre la puerta de la fragua por donde entrará la omnipresente luz lunar (“la luna vino a la fragua / con su polisón de nardos”). Lorca sacará a la luna de la tradición tardo-romántica y la reintegrará a la tradición celtíbera: el plenilunio de la Turdetania, las comunidades imposibles, las sociedades secretas y los rituales anticristianos de regeneración del mundo son los puntos irisados que organizan la constelación de autoctonía y sexualidad, lo queer de Lorca. La luz lunar, cuyo predicado es el neutro, aparecerá reflejada en los pozos donde duermen su sueño los niños insepultos (sacrificios en altar y sacrificios en pozo se oponen como lo olímpico y lo infernal).

El último poema “estadounidense” de la extraordinaria conferencia “Un poeta en Nueva York” (el libro fue publicado después del asesinato de Lorca) es precisamente “Niña ahogada en un pozo”, que opone infancia y género, es decir: el yo sexuado y el yo de la infancia. La niña de la infancia, Federica, vuelve como la Samara de The Ring a cobrar el precio del sacrificio ctónico. Lo que además regresa en ese poema último de un ciclo es el estribillo, el ritornello del agua que no desemboca. Al agua fija en un punto (el pozo) se opone el agua corriente, como lo Uno de Parménides se opone a lo Múltiple de Heráclito. La niñez estancada contra la niñez que fluye hacia lo múltiple (vegetal o animal): el llamado de la naturaleza y la fuerza de la autoctonía. Así sostiene Lorca un imaginario (homo)sexual, luego de haber atravesado todas las etapas de su pensamiento y ensayado todos los estilos de escritura.

Lo colectivo

En 1922, Lorca pronuncia una conferencia en el Centro Artístico de Granada: “El Cante Jondo. Primitivo canto andaluz”. Es, una vez más, el encuentro con la fatalidad de lo autóctono, pero elevado ahora a programa estético. La pena, dice Lorca, no es del sujeto que canta sino del género y, por esa vía, se instaura una cosmogonía cuyo contenido (y cuya expresión, porque son indiscernibles) es la “nostalgia de lo autóctono”. Mucho más adelante, en 1931, Lorca dirá: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío... del morisco, que todos llevamos dentro”.

Se trata, ya, de sostener un proceso de desidentificación que implica abrazar una causa, la causa de “los perseguidos” que son, con más precisión, los raros o fuera de clasificación. Lo que canta, lo que habla en Poema del Cante Jondo no es un individuo sino un colectivo indefinido: “el alma andaluza” de naturaleza trágica. Autoctonía y tragedia son el fondo común que encuentra Lorca en las coplas del Cante Jondo: “El Amor y la Muerte... pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía”. Es el regreso de la esfinge, el monstruo ctónico de Edipo, que vuelve para plantear el enigma de lo Múltiple en lo Uno: no la culpa del desvío sino una ética del abandono y la disidencia; no una política de la reproducción familiar sino la pandemia del contagio.

Sebastián

Más allá de los episodios biográficos (ver recuadro) que desencadenaron el decisivo viaje a Nueva York de Lorca en 1929, lo que se lee en ese momento de vacilación (existencial y estética) es la pregunta sobre cómo conjugar el tradicionalismo autóctono con la destrucción generalizada preconizada por el programa superrealista. Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años, obras póstumas, son el umbral de una transformación profunda. Desde 1925, Lorca ha venido discutiendo con el sinuoso Salvador Dalí y el infame Luis Buñuel temas de estética y, también, de política sexual.

En la “Oda a Salvador Dalí”, publicada en 1926, Lorca anota lo que constituirá una de sus obsesiones en los años siguientes:

¡Oh Salvador Dalí de voz aceitunada!
Digo lo que me dicen tu persona y tus
cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
pero canto la firme dirección de tus flechas.

Además de algunos dibujos y cartas dirigidos a Lorca (“¿No habías pensado en lo sin herir del culo de San Sebastián?”), Dalí le dedica en 1927 el extraordinario texto Sant Sebastià, que hace de la figura del mártir una máquina célibe y a partir de la cual desarrolla un elogio de la objetividad y la apatía estéticas, en una dirección que parece contraria a la que Lorca había apuntado en su “Oda”, al colocar al pintor en el lugar del arquero y a sí mismo en posición de víctima sagitaria (en los recuerdos de Dalí, era Lorca quien pretendía sodomizarlo).

En la conferencia “Un poeta en Nueva York”, Lorca escribirá, por única vez, el nombre de la figura que, en su perspectiva, sella la nueva alianza entre lo ctónico y lo poiético: “Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”, escribe sin más aclaración y totalmente fuera de contexto.

Esa inesperada aparición de aquel cuyas glorias cantaron no sólo los grandes pintores europeos del Renacimiento al Barroco (quiero decir: todos ellos) sino, también, Marcel Duchamp y T. S. Eliot, es la clave de la articulación en la que está pensando Lorca, el fundamento de lo queer, la voz que le viene, ahora, a la vez de la tierra y del cielo. Un llamamiento simultáneo al martirologio y a la desclasificación.

Clases

El primer poema que Lorca escribió en Nueva York fue “Oda al rey de Harlem”, donde reaparece la noción de “raza maldita”, la amplificación del tema gitano y, a partir de ese impulso de universalización de motivos autóctonos, un postulado de identificación con esas comunidades imposibles en las cuales no se puede reconocer al semejante porque no hay identificaciones sino sencillamente multiplicidades.

Lorca desarrolla en el más impresionante poema (“Oda a Walt Whitman”), del que será su último libro de poemas planeado como tal, una teoría de la (homo)sexualidad natural (“un desnudo que fuera como un río”) en oposición a una (homo)sexualidad producida socialmente (“pantano oscurísimo donde sumergen a los niños”), donde el agua estancada y el agua que fluye adquieren nuevas connotaciones sin desprenderse de las que ya formaban una constelación omnipresente en su obra.

En Cuba, donde se detiene luego de su período neoyorquino, escribe El público, donde se lee la sorprendente sentencia: “El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte”, que, si bien es expresión de un ataque de pánico homosexual que parece continuar el diálogo con Salvador Dalí, también puede interpretarse ya como una teoría del descentramiento y la desclasificación queer en la línea en que lo planteará Severo Sarduy en sus escritos.

Es en Cuba donde finaliza también la “Oda a Walt Whitman”, poema didáctico-doctrinario que vuelve a superponer lo natural y lo construido, lo autóctono y lo celeste, el Sagrado Corazón y el macho cabrío, para excluir del festín de la vida (la “bacanal” de la que participan “los confundidos, los puros, / los clásicos, los señalados, los suplicantes”) únicamente a los “maricas de las ciudades”, “esclavos de la mujer”, “perras de sus tocadores”.

Yo quisiera rescatar a Lorca de estas últimas y penosas palabras que parecen más bien pronunciadas para agradar a sus enemigos (Buñuel y la Falange) que para sostener un proyecto de vida y de arte, un arte de vivir, y de vivir juntos.

Quisiera poder decir que cuando Lorca escribió “¡No haya cuartel!” y “¡Alerta!” no quiso sino alertarnos contra el poder de la normalización, contra el poder de los sistemas clasificatorios que, a través de la injuria, construyen modelos de comportamiento aberrantes que sólo pueden comprenderse como espejos de agua podrida.

Sé que la delicadísima estructura de su obra, su agónica marcha hacia la felicidad (como cosa colectiva), su confianza ciega en el llamado de la naturaleza y en la poesía como respuesta a esas voces que decían su nombre, su compasión por las niñas enterradas en los pozos y los plenilunios precristianos (prehumanistas) que él rescató de la barbarie, así lo autorizan.

La Sagrada Familia celestial, lo comprendió Lorca con una intuición que no alcanzó a desarrollar antes de que lo asesinaran (y lo asesinaron, entre otras cosas, para que no alcanzara a desarrollar esa intuición), no es nada sin San Sebastián, ese abandonado en la Cloaca Máxima: carece de sentido.

Pero prefiero no poner a Lorca en el lugar de su posteridad. Lo leo en el instante en que él sabe que va a morir, como lo sabe del niño músico y poeta que fue, cuya imagen de pie quebrado entrevé en un pozo de agua que no desemboca, víctima de una política de exterminio.

Lo leo en el instante en que elige el desorden y se ofrece como víctima de los sistemas de clasificación, en el instante en que lo queer no tiene todavía un nombre y, por eso mismo, tampoco programa, ni destino.

“Nueva York (oficina y denuncia)”, en Poeta en Nueva York:

¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.

El biografismo conduce a lo peor
El hispanista irlandés (naturalizado español) Ian Gibson, biógrafo de Federico García Lorca, ha declarado que devolverá la Medalla de Andalucía que le fuera concedida en 1998 si los restos del poeta no son identificados tras la apertura de la fosa en la que supuestamente se encuentran.

Además de su monumental biografía, Federico García Lorca (Crítica, 1988), Gibson acaba de publicar Caballo azul de mi locura. Lorca y el mundo gay (Planeta, 200), un libro patético (ya desde su título) que pretende desentrañar “el drama del gran poeta del amor oscuro enfrentado a una sociedad machista e intolerante” y que, si bien agrega material biográfico de interés, es totalmente impotente a la hora de reconstruir el pensamiento de Lorca sobre la sexualidad, planteándolo como una mera víctima de su propio deseo.

Lorca pudo haberse imaginado víctima (aunque sus textos son bien explícitos en cuanto a su colocación como mártir), pero lo cierto es que su obra nos importa (debería importarnos) como desarrollo de un pensamiento. Gibson opera sobre los textos de Lorca (a los que tergiversa hasta el absurdo) como si éstos fueran sólo efecto del deseo y no del pensamiento.

Sigmund Freud, famoso por mucho más que la frase “He triunfado allí donde el paranoico fracasa”, estableció cierta relación entre la teoría (heterosexual) y la práctica (homosexual). La primera es la verdad sobre la segunda.

Inspirado por la misma equivocación, Gibson (que lamenta en el prólogo del libro “la triste muerte” de su hermano, que “padeció el calvario de descubrirse gay”) se dedica a demostrar lo obvio, la homosexualidad del individuo social llamado Lorca, al que victimiza (la “causa” de que Lorca viaje a América es Emilio Alardén, el “malo” en el melodrama barato urdido por Gibson, etcétera). Para justificar una versión tan disparatada (y tan desinformada) de cómo puede funcionar la “vivencia homosexual” en contextos de injuria, Gibson se dedica, página tras página, a tergiversar los textos de Lorca, a los que atribuye fatigados “simbolismos” de la más dudosa calaña.

Para muestra, basta un botón, su lectura del poema “Tu infancia en Menton” que, efectivamente dedicado a Alardén, es, antes que nada (y, por eso mismo, un poema magistral), la experiencia sensible de un viaje nocturno en tren (la iluminación y el traqueteo de los versos, aspectos a los que Gibson es totalmente insensible). El verso “el tren y la mujer que llena el cielo” revela, para el biógrafo desbocado, no la presencia de la omnipresente luna lorquiana sino la “de la mujer rival” (Alardén tenía novias), “imaginada como enorme por la amenaza que constituye para el yo”. Corramos un tupido velo de pudor sobre los dislates del condecorado crítico y agradezcámosle, eso sí, sus preciosos documentos.


Daniel Link
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A putear mi amor


La cumbia, el rock, el punk y la escena queer pueden ser un cóctel explosivo cuando quienes ponen la voz, los instrumentos y el cuerpo son un grupo de mujeres dispuestas, sobre todo, a mover las energías de quienes las escuchan. Las Kumbia Queers, de ellas se trata, ya cerraron una marcha del orgullo en México y otra en Buenos Aires. Y aunque Pilar Arrese, guitarrista, niegue que se trate de activismo, sus shows hacen mucho por movilizar conciencias.

¿Cómo se formaron las Kumbia Queers?

–Fue un poco fortuito y no, porque tampoco creemos tanto en lo fortuito. Hace tiempo que Ali Wua wua, la cantante, quería venir acá porque le parecía que había un movimiento importante de mujeres. Cuando vino paró en nuestra casa y armó una banda con otras chicas. Y le dijimos: “Pero, ¿qué onda? Queremos tocar con vos”. Nosotras éramos las She Devils, Juana Chang y otra amiga de ellas que se llamaba Roctavia. Queríamos tocar con Ali, pero ella quería hacer cumbia y nosotras rock; ni sabíamos tocar cumbia así que fue por eso que le propusimos empezar a versionar temas de Black Sabbath, The Cure, o “La isla bonita”, que la hacía Juana.

Ustedes traspolan el rock a la cumbia, la escena queer a la escena cumbanchera...

–Bueno, creo que en nuestras cabezas chocaba todo y lo que logramos fue fusionar eso que teníamos adentro: venir del punk rock, estar re podridas de las letras que se escuchan y que son un garrón. Las letras del rock nos parecen tontas y aburridas y en cambio la cumbia, en general, mueve mucha más energía. Tuvimos la suerte de conocer a Pablo Lezcano, de Damas Gratis, ir a sus recitales, ¡que no sabés lo que son! Lo que era antes ir a Cemento es ahora verlos a ellos: toda la gente re sacada y bailando pogo. Un recital de rock es distinto. Ya no se baila ni se bebe alcohol, porque todo se hace más temprano y las bebidas y las entradas son caras. Nuestros recitales sí son divertidos y creo que es porque se nos mezcló la cumbia, el punk, el rock, la concurrencia femenina, un público mucho más mixto. Yo hace mucho que no iba a un recital de rock donde estén todas las chicas bailando adelante como están en los de las Kumbia.

¿Coincidís con Ali en que acá hay un movimiento de mujeres interesante?

–Que acá hay mucho más que en México, seguro. Chicas tocando y haciendo movida, poetas, artistas, acá hay mucho más, sí, pero no creo que haya una escena en particular. Sólo mujeres que aisladamente hacen cosas.

Ustedes hacen cumbia, pero parece que tienen, además, una mirada sobre la cumbia, como si le dieran una vuelta de tuerca a través de las letras. ¿Hay algo de ironía en eso?

–No, no está pensado desde ese punto de vista. Las letras de las canciones de Ali podrían ser perfectamente de cualquier cumbia; por ejemplo “Chica de calendario”: a mí me encantó cuando la escuché porque me parece re loco que una chica le escriba una letra así a otra que está fotografiada en un calendario, eso lo escribe, por lo general, un tipo.

¿Cómo definirías al público que las sigue?

–Super amplio, mixto en edades y en gustos musicales. Y tanto acá como cuando viajamos el público nos recibe muy bien. Este año nos invitaron a Neuquén a tocar en una contrafiesta del Día del Maestro. La oficial es en un lugar de strippers y al terminar le regalan siliconas a la ganadora de la noche. Un grupo de maestros se pudrió de eso y se decidió a hacer otro tipo de fiesta. Nos llamaron, fuimos y el recital se llenó también de estudiantes. Había una mayoría de 17 a 22 años. Por eso te digo que el público es variado. Incluso hacemos un tema de El Otro Yo que empieza diciendo La cumbia es una mierda y la gente que sigue a esa banda se muere de amor cuando la pasamos a versión cumbia. Mucha gente tiene peleada su propia cuestión de gusto, a todos nos pasa. A mí me gustaban aisladamente algunas cumbias de Gilda, de Lía Crucet o de la cumbia villera, que tienen letras que no me gustan nada y otras actuales y maravillosas. Para mí se emparienta bastante con el punk rock. Me gustaba todo esto, pero jamás se me ocurrió que iba a terminar tocando cumbia.

¿Hay algo de activismo en tu recorrido artístico?

–Yo no lo vivo como activismo. Lucho por vivir tranquila con las cosas que me gustan. Hay mucha represión y me da bronca: por eso peleo. Lo de la diversidad sexual me parece super combativo. Que no puedas estar tranquila en la calle, en tu trabajo o con tu familia por tu gusto sexual, me parece tremendo. Siempre peleé porque se reconociera como una elección y una forma de vida. Y todo lo que me parece que debería ser mejor guía mis acciones. He ido a cantidad de marchas y manifestaciones contra el gatillo fácil y el abuso policial, por la diversidad, por la despenalización del aborto. Recuerdo un festival Hard Core Gay Antifascista que organizamos por la despenalización del aborto en el que invitamos a una banda que cuando subió a tocar colgó bebés en bolsas, como fetos muertos, y ahí, junto con Chabán, paramos todo y aclaramos por micrófono que esos chicos habían entendido todo mal, que no estábamos hablando de muerte, que la propuesta era otra. Y fue buenísimo porque había 2000 personas en Cemento y lo que se generó en la gente fue una especie de debate espontáneo. Estaban las mujeres de la Comisión Nacional por la Despenalización repartiendo volantes y conversando con el público, así que no faltó nada. Fue genial.

¿Qué pasó con aquellos eventos legendarios que organizaban ustedes, los Belladonna?

–En el último Belladonna, tres años atrás, tocamos con Ali y Juana y estuvo buenísimo. En ese momento empezábamos con las Kumbia a viajar a México y ya no teníamos tanto tiempo. Además comenzaron a repetirse muchas cosas y no aparecían mujeres rebeldes nuevas, o nosotras no las estábamos conociendo. La idea inicial de Belladonna nació como una contrapropuesta. Una vez fuimos a tocar a una marcha un 8 de marzo y no nos gustó ni la convocatoria ni el discurso que tenían y dijimos: basta. Basta también de conmemorar a la mujer, nos pareció que estaba muy sucia esa fecha. Que sea propuesta como un día de compras y que las oficinas les regalen a sus secretarias una lapicera nos hace pensar que ya se embarró mucho. Así que a partir de esto decidimos organizar un festival de mujeres rebeldes y Patricia propuso hacerlo en los cambios de estación, con las brujas, con celebraciones más paganas.

¿Cómo fue tocar en la marcha del orgullo Glttb en México?

–Buenísimo y a la vez raro, porque la gente era muy tranquila, tímida, algo conservadora. Una marcha multitudinaria, sí, pero, por ejemplo, casi todos los números eran de Latin American Idols. Y nosotras éramos demasiado estrambóticas para ese contexto. Lo que conocíamos era toda una zona rockera re loca y descontrolada y pensamos que eso iba a ser así, pero no, para nada. Acá la marcha es mucho más intensa. Hay un movimiento gay muy distinto. Incluso allá las chicas tienen una apariencia, un estilo más clásico. Es llamativo. No creo que hagan mucho cuestionamiento a la apariencia y al género.

Ustedes accedieron a medios masivos. ¿Cómo fue?

–Nos toman como algo curioso. Pero también nos vamos enterando de que nos llaman porque hay gente que trabaja en estos medios a la que le encanta nuestra banda y por eso se interesan. Fuimos a Mañanas informales, porque ahí no sé a quién le gustábamos. También nos reportearon de 7 Días, porque al pibe que nos entrevistó le gusta lo que hacemos. Y sabemos que Matías Martin también nos sigue, o que en el programa Cárceles ponen temas nuestros de separadores. En Son de Fierro pasaron Chica de calendario. De todo esto nos vamos enterando por la gente. Pero también tenemos cuidado con ciertas cosas. Por ejemplo, nos invitaron a La liga, pero no nos gustó lo que vimos sobre la cumbia en uno de sus programas. Nos parece que hay mucho de reírse de la gente o de hacerles pisar el palito.

¿Están terminando de grabar su segundo disco?

–Sí, con producción de Pablo Lezcano. Incluye versiones, por ejemplo, de una canción de Serge Gainzbourg que está en una película de Tarantino. Toca con nosotras el chico de Dancing Mood, como invitado. Al comienzo le pusimos unas puteadas, que no sabemos si dejarlas o no. Pero está buenísimo también, porque son las bestialidades que le salieron a Juana en ese momento y que nosotras le pedimos. Antes era más común que las canciones fueran más fuertes, que hubiera puteadas en las letras, ahora no: ponen ese loguito en los discos que advierte “letras explícitas” cuando hay insultos. Cada vez es mayor el aplacamiento social, la bajada de línea. Empezó a silenciarse en los ’90, cuando se puso de moda el uso del “pip”: “A mover el cu ‘pip’”, ¿te acordás? Y después todo el mundo decidió no decir cosas en las canciones que pusieran en riesgo su reproducción en los medios. Pero nosotras estamos haciendo algo bastante popular, ¿cómo no vamos a putear? Y dentro de las versiones que hacemos hay otra de una canción que encontramos, cuyo autor es Octavio Mesa y en la que él dice que hace todo al revés, que duerme de día y compra sus remedios en la cantina. Esto tiene mucho que ver con nuestro espíritu, de hecho la canción dice: “Nunca me voy a casar, porque soy tan rara. Todo lo que me gusta es al revés”. Es una declaración de principios.

Paula Jiménez
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sábado, 10 de octubre de 2009

El grito de Gloria


Hace treinta años, Gloria Gaynor regalaba al mundo una de las canciones más célebres de todos los tiempos, “I will survive”. Destinada a atravesar todas las fronteras, bien pronto fue adoptada como himno de resistencia y la causa de las locas encontró en esas palabras de resentimiento amoroso una forma de colocarse ante la hostilidad del mundo.

Clases

¿Qué es una “buena canción”? ¿Son la música o los versos, las intenciones o los sobreentendidos los que determinan el éxito de una canción, cuando éste se da más allá de las generaciones y las fronteras culturales? Habrá tantas respuestas como sujetos sociales se supongan e, incluso, podría invertirse esa convicción para decir que habrá tantos sujetos como respuestas a esas preguntas puedan darse.

Hay personas que, atadas vagamente al paradigma de la música culta, suponen que una “buena canción” está ligada con las melodías, los arreglos, las armonías y los ritornellos, están los que lo apuestan todo al sentido de unos versos y a su potencia para arrastrarnos hacia entretelas del alma nuestra que desconocíamos, y están los que sólo se rendirán ante la capacidad, si no de producir identidad, al menos de generar un vínculo de reconocimiento, un tenue lazo de comunidad (emocional, como no puede ser de otra manera tratándose del universo pop, nuestro universo).

Es probable que una buena canción necesite un poco de cada una de esas propiedades e incluso más: una versión primera, una voz que la sostenga, un cuerpo que le dé sentido. “I will survive” es el ejemplo más a mano que tenemos y el más misterioso.

Estratos

Considerada separadamente en sus diferentes capas, “I will survive” no podría superar ninguna prueba. La volvió famosa hace treinta años Gloria Gaynor, una estrella por entonces secundaria de la música disco que desde “Never can say goodbye” (1974) no había logrado otro suceso semejante. Una música de pobres con aspiraciones, como la misma cantante habría de reconocer: “Era un momento de recesión y la gente necesitaba liberarse de los problemas y del estrés. No había dinero, y por eso prosperaron las discotecas”.

La melodía de “I will survive” es pegadiza y, por lo mismo, un poco insoportable. No en vano es la canción de karaoke número uno en todo el mundo. Y karaoke es, no para uno, sino para la industria musical en su núcleo más duro (piénsese en Simon Cowell, jurado de American Idol), un insulto a la musicalidad. Una canción que todo el mundo quiere y puede cantar (y que se tolera en situación de karaoke) debe de ser en algún sentido responsable o cómplice de semejante aniquilación de la música.

Los versos de la canción (que en nada se diferencia del más patético de los boleros) son de una sintaxis totalmente descalabrada y podrían traducirse como el siguiente relato: “Al principio me había quedado de piedra y en estado de parálisis pensando que ya jamás volvería a tenerte a mi lado. Pero fueron tantas las noches que pasé pensando en el daño que me habías hecho que me fortalecí y aprendí a seguir con mi vida. ¿Y ahora se te ocurre volver? ¡Debería haberme cambiado este look idiota! ¡Debería haber hecho que me devolvieras las llaves! Rajá de acá, no te necesito. ¿Pensaste que iba a extrañarte hasta la muerte? No, no, chiquito, yo voy a sobrevivir mientras sepa amar. Ya pasé tantas noches atormentándome, llorando, juntando los pedazos de mi corazón destrozado que ahora puedo mantener la cabeza bien alta (fijate si habré cambiado) y guardar mi amor para alguien que me ame”.

O sea, un puro rencor vivo. ¿Sirven esas palabras como círculo mágico de reconocimiento, como lazo comunitario de algún tipo? ¿Para quiénes?

Círculos

“I will survive” fue concebida por Dino Fekaris y Freddie Perren y la discográfica la destinó a la cara B de un single que habría de grabar en 1978 Gloria Gaynor (New Jersey, 1949), quien abrazaría (como Beatriz Salomón) la fe evangélica en 1982.

En 1979 Polydor comprobó la arrasadora predilección del público por esa historia particular de la infamia que obtendría en 1980 el Grammy a la Mejor Canción Disco (lo que no quiere decir mucho, salvo para quienes vivieron con intensidad ese año musical) y que, con el tiempo, llegaría a formar parte de la banda sonora de más de cincuenta películas y que conocería más de doscientas versiones, incluida la que Almodóvar (Atame, 1987) volvería famosa en el mercado de la lengua castellana, “Resistiré” (en una versión del Dúo Dinámico que no guarda sino una vaga semejanza con el original), y también la espantosa recreación de Celia Cruz, que sigue más fielmente la melodía pero trastorna totalmente el sentido: “Yo viviré, ahí estaré/ mientras pase una comparsa/ con mi rumba cantaré/ seré siempre lo que fui/ con mi azúcar para ti/ Yo viviré, yo viviré”.

¿Quiénes se reconocen en “I will survive”, quiénes la consideran una “buena canción”? Todos, podríamos decir: desde la adolescente pálida a la que nadie invitará al baile de graduación en un remoto pueblo de los Estados Unidos, hasta la peluquera del conurbano bonaerense a la que alguna madrugada le robaron todo cuando bajó del colectivo. Se dice, incluso, que la canción es uno de los himnos obligados de la causa de las locas, las desclasadas, las perseguidas, las malqueridas, las que pese a todo afirmarán el derecho a la existencia en contra de la adversidad, el rechazo y el estigma.

Lazos

“Resistiré” lleva “I will survive” hacia “el aguante”. Potencia, podría decirse, el rencor (la llaga viva) en grito de protesta (en arma): esos dos polos forman parte indisoluble del original, lo que justifica la pandemia, así en Studio 54, la mítica discoteca que la puso a circular por el mundo, como en la fiesta de casamiento de la novia egipcia. Sobreviviré. Voy a ser capaz de reponerme a todas las adversidades (especialmente: tu abandono). No es raro que Gloria Gaynor haya interpretado su encuentro con esa canción que le cambiaría la vida como una llamada mesiánica (“Dios me usó para mandar el mensaje de ‘I will survive’”).

Una vez, tuve la dicha de escuchar a un coro que había reservado para el bis (porque a la directora del ensemble le habían pedido que se abstuviera de incluirla en el repertorio) “Resistiré”. Después de la presentación me enteré de que ese coro había sido formado con las voces rechazadas de todos los demás (la circunstancia se notaba). De modo que “Resistiré” o “I will survive” (para el caso son lo mismo) funcionaban como el lazo que unía lo desunido, la comunidad de los que no tienen comunidad, el reconocimiento de quienes sólo pueden reconocerse a partir del rechazo de los otros, el grito de los que fueron condenados al silencio.

Para celebrar el trigésimo aniversario de su hit, Gloria Gaynor lanza ahora una versión digital remasterizada de la canción, tanto en inglés como en español, además de una balada nueva (“He Gave Me Life, I Will Survive”). El CD con las tres canciones podrá adquirirse en www.gloriagaynor.com.

Daniel Link
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El señor de las máscaras


A 60 años de la publicación de Confesiones de una máscara, el escritor japonés Yukio Mishima sigue causando esa incomodidad que produce lo ambiguo allí donde aparece, pero sobre todo en la sociedad japonesa. La obra que desenmascara su propia homosexualidad en el contexto de una sociedad machista también pone en evidencia su fascinación por la belleza y por la muerte.

Escándalo de la ambigüedad

A comienzos del siglo XXI, la obra de Mishima sigue escenificando, como pocas, el intríngulis moderno nipón: dos almas, oriental y norteamericana, reunidas en equilibrio impermanente. Mishima certifica la contigüidad del agua y el aceite, condenados a compartir recipiente sin conseguir alearse, ni alejarse. El gesto vital de Mishima repite uno típico de Japón: labrar su identidad apoyándose en principios culturales antitéticos: tradición y modernidad; perennidad de lo natural y fugacidad del artificio tecnológico. Como devolución, y sin que nadie lo deseara o premeditara, la cultura japonesa se condensa en la vida sintomática del escritor Kimitake Hiraoka (conocido por Yukio Mishima): lentitud y aceleración; Eros y Tánatos; y en su caso, hétero y homosexualidad.

Mishima hizo que afloraran antiguas fantasías de millones de compatriotas suyos. ¿Por qué, entonces, cosechó tanto rechazo? Es que todo eso Yukio quiso hacerlo explícito, público, querible en/por sus contradicciones y, como si fuera poco, argamasa de una estética nueva, mestiza. Al punto de ser tomado como provocador, como perverso. Mishima dio carta de ciudadanía a algo genuinamente japonés: la ambigüedad como sentimiento básico (y trágico) de la vida, aplicable no sólo a la sexualidad sino a los demás tramos de experiencia: religión, modo de vida, afiliaciones políticas y estéticas, arraigo en el terruño. Ahora bien, la ambigüedad suele llevar al equívoco y eso no deja de avergonzar a los nipones. Han buscado soterrarla, silenciarla, bajo capas y siglos de convencionalismos, eufemismos, falsos argumentos y erudición vana. A base de sigilo, esta sociedad elude el sufrimiento de enfrentar algo que sabe propio, pero cuyo fondo no entiende: finge que su sistema cultural cierra, incluso mientras vuela hecho pedazos; argumenta claridad, incluso cuando imperan los velos y las sombras. Mishima fue quien destapó en la posguerra la caja de Pandora de las ambigüedades de su patria. Las hizo explícitas, aunque sin buscar resolverlas, ya que para él no había nada que resolver (sólo bastante que asumir). La reacción de muchos lectores ha sido, sigue siendo, escandalizarse por la completa libertad de expresión de quien igualmente consideran representante conspicuo, eso sí trasmutado de a poco (quizá por su descaro) en antihéroe nipón por excelencia. Mishima y el arte de Mishima funcionan como conciencia turbia de la sociedad nipona, y hasta como una pesadilla de la que pocos aceptan hoy hacerse cargo. En 2009 se celebran sesenta años de la publicación de Confesiones de una máscara. ¡Que lo recuerden si quieren en el extranjero!, parecieran decir con su actitud. Porque en Japón la gente ni se entera.

Construcción social de la diversidad

Es dramático imaginar a un niño criado entre (y contra) dos mujeres poderosas que se lo disputan abiertamente. La madre, Shizue, acabaría siendo lectora y paño de lágrimas del escritor hasta el último día. Sin embargo, recién empezó a ejercer su rol cuando su hijo cumplió doce años. Natsu, suegra de Shizue, compartía el condominio ejerciendo poder sobre la prole (moraba con su nieto en un pabellón anexo). El chico fue el preferido de una abuela egoísta e histérica, es cierto, pero culta como pocos. Cuando el niño retornó a casa de sus padres, llevaba años afianzando, de mano de la abuela, el modelo que lo caracterizaría: frecuentación del teatro kabuki y noh, lectura asidua de clásicos chinos y nipones, así como escritura diaria, lo que en Japón significa arte caligráfico y a la vez confección de poemas. Al fin, Shizue sucedió a Natsu. Por determinismo biológico, claro. Pero también porque aceptó para su hijo la rica herencia de la odiada suegra, instilada en la obra del escritor en ciernes. Así, fueron dos las mujeres de la vida de Hiraoka. Las demás, hija y esposa, no alcanzarían tanta preeminencia.

Atrapado entre dos mujeres, el niño no dejó de ser un solitario (veía poco a sus hermanos). Además se crió como una niña. Cuenta Shizue: Natsu “pensaba que los niños eran compañeros de juego peligrosos; las únicas amistades que le permitía eran tres niñas mayores”. En éste y otros temas, las disputas entre madre y abuela eran tan terribles que el jovencito tuvo que aprender a desdoblarse por completo. Muñecas, casitas y origami bajo la filosa mirada de Natsu; coches, trenes o escopetas con su hermano. Y en su infancia recluida en un cuarto, tiempos muertos delante del gramófono escuchando enka (canción tradicional femenina) y urdiendo (lo cuenta en Confesiones de una máscara) escenarios familiares destinados a ahorrar sufrimientos a su madre (desgraciada en maternidad y matrimonio) y a su abuela (desquiciada por múltiples achaques). Inútiles intentos bipolares en el mismo soporte carnal, frágil y ya muy remecido.

Fue tomando forma un jovencito fuera de lo común. Fascinante por su precoz inteligencia y su hiperproductividad artística: entre los 12 y 13 años, publicó sus primeros poemas y relatos; a los 15, fundó Cuadros Rojos, diario literario de Gakushu-in (la Escuela de Nobles) y ya era miembro de la junta editorial de la Escuela del Abedul Blanco, club literario con cien años de historia; a los 19 , era un autor editado y sin duda monstruoso (por las mismas razones). Esta contradictoria apreciación sería de por vida la de sus lectores, innumerables, la de sus compatriotas y por supuesto la suya propia. Terror asombrado al descubrirse no sólo un genio sino, además y sobre todo, un raro.

Homosexualidad, belleza y sacrificio

Las perplejidades juveniles de Mishima lindaron con la dupla masculino/femenino. El joven adquirió temprana conciencia de una condición que le inquietaba. No dejaría de tematizarla el resto de su vida. Verse y ser visto como mezcla de extrema delicadeza (en su diminuta corporalidad amanerada) y de ensañada ferocidad (a juzgar por su implacable y espartano acometimiento de proyectos e ideales, rasgo esta vez heredado de su padre). En tal contexto, ¿qué podía significar para Mishima sentirse homosexual? Un asunto bastante complejo.

Desde el punto de vista cultural, la machista sociedad japonesa no ha generado una tradición que condene por principio la homosexualidad. En medios cercanos a la ética samurai (como el de los Hiraoka), la homosexualidad era tenida como posible vía ortodoxa del guerrero. Además, en un hogar tan aficionado al kabuki, todos sabían que los roles femeninos han de ser ejecutados por hombres, dentro y fuera de la escena: de allí procede la perspicacia de Mishima para ponerse en el pellejo de sus personajes femeninos (la explicación podría extenderse a otros genios modernos tenidos por heterosexuales, como Tanizaki o Kawabata). En fin, la frecuentación de antiguos monogatari (relatos, historias) acostumbra al lector japonés a navegar por torrentes genéricos poco y mal establecidos, dejando en penumbra la delimitación psicológica de los characters, a merced de circunstancias y eventos azarosos, moviéndose en ámbitos difíciles de ceñir, pero que igual marcan la existencia. La cultura japonesa no plantea una determinación taxativa o definitiva de la oposición homo/hétero/sexualidad (ésta no es tema, como lo ha sido en Occidente; en todo caso, el tema es igualmente la bisexualidad); sólo la elaboración cultural de mecanismos de atenuación de fronteras (las cuales incluyen al género, por supuesto, pero sin que éste agote el asunto, ya que de lo que en el fondo se trata es de atenuar el yo, la personalidad, en línea con la impronta budista propia de un hogar culto).

En una cultura como la occidental, Mishima hubiera tenido que dar explicaciones u ocultarse. Por contra, su contexto nativo lo favorecía en un plano personal, dándole los permisos necesarios, al precio de acentuar la detección y comprensión de su entraña profunda, habilidad que Mishima acabó de-sarrollando. A fuerza de ocultar sus sentimientos, a edad temprana creó una alternativa a la que se acogía cuando estaba solo: corregir el ingrato escenario social hasta volverlo acorde con sus fantasías. Kimitake levantó formidables defensas contra el exterior. Lo logró al punto de desarrollar un riquísimo mundo interior paralelo, donde la escritura satisfacía lo que el ambiente familiar le negaba. El ocio liberaba y exacerbaba sus ansias y su sensualidad, mientras la febril escritura de poemas y ensayos lo adiestraba en los ardides necesarios para disfrazar su deseo. En el relato “Flores de Acedera” (13 años), se perfila el modelo que empujaría (y aterraría) a Mishima durante toda su vida. De una parte, “el abrazo” erótico y homosexual del niño bailando con cierto presidiario encontrado en un bosque nocturno y desolado. Después, el éxtasis ante el rostro aterrador de la belleza, a la que en otro relato juvenil identifica (con rara lucidez) como “un caballo desbocado” que no obedece riendas y que, como “el río del deseo”, quiere hundirse en el mar. Para Mishima, la experiencia de la belleza es numinosa e incluye cuotas de sufrimiento, como el que una y otra vez contempla (con arrobo) en el San Sebastián asaeteado del grabado de Guido Reni, colgado en su habitación en vez del previsible kakemono (rollo colgante que preside la sala). La cumbre del sufrimiento no es otra que el éxtasis de la muerte, la cual advendrá cuando el torrente del ansia lo arrastre hasta el final, sumiéndolo en el océano, metáfora frecuente en sus novelas. Lo que Mishima ocultaba/desarrollaba en su escritura (la de la niñez, luego la adulta) no era sólo su homosexualidad latente sino, también, una identificación del éxtasis (a un tiempo erótico y estético) con la muerte (a la par sufriente y liberadora). Hasta Confesiones de una máscara éstas eran lucubraciones de escritor novel (de tendencia romántica). Con los años se transformaría en proyecto de convertir toda su vida en obra de arte, a ser realizada en/por una muerte sacrificial. Esta novela, que lo lanzó a la fama, tal vez desenmascara su homosexualidad (en eso constituiría el final de un proceso). Pero sobre todo confiesa su fascinación masoquista por la belleza del sufrimiento y de la muerte (iniciando un proceso que culminaría con su inmolación, en 1970).

Alias Mishima

Así fue: Confesiones... convirtió a Mishima en estrella a los 24 años. No dejaría de brillar hasta su muerte, veinte años después. Resuelto a convertir su persona en personaje, afirmó su nombre de escritor (adoptado en los años ’40 para eludir a un padre empeñado en hacerlo funcionario). Centró todo el esfuerzo en identificarse con la ficción que había soñado desde niño y que acabó firmando al pie de cada manuscrito. Lo primero era dedicarse por entero a la escritura: cada noche, de las doce a las seis, durante décadas, Mishima escribió encarnizadamente, sin que fiestas, vacaciones, actuación, compromisos, el cansancio, la política o las enfermedades lo apartaran de un empeño invariable. Su producción asombra por la abundancia y la puntualidad: una novela al año a partir de 1947; una obra teatral larga anual desde 1953 (además de adaptaciones y obras en un acto); cada año una novela por entregas, desde 1950; quince películas basadas en obras suyas; sin olvidar numerosos diarios, alguna poesía, traducciones, ocho piezas de kabuki en lenguaje clásico y hasta un ballet tardío, Miranda, casi al acabar sus días. Igual que en los demás aspectos, se aprecia en la escritura de Mishima un completo desdoblamiento: novelas rosas para el fantasma de amiguitas ya crecidas, novelas serias para público de horma más aguerrida. Punto de encuentro: la mente incansable de Mishima y su “sed de amor” (afán por ser amado).

La estrella se transformó en personaje público, el más publicado, visitado y comentado de Japón. Se sentía en condiciones de fabricar nuevas máscaras de su persona, dotándolas de dosis acrecidas de ambigüedad. Combinaba la búsqueda diurna de respetabilidad (que lo llevó a elegir esposa entre numerosas candidatas, convocadas mediante aviso en el periódico) con desacatos vespertinos en bares de homosexuales de la zona de Roppongi (eso sí: sin consumir alcohol y dejando la jarana puntualmente para recluirse en el escritorio de su casa). Lazo de unión entre ambos mundos: Yoko Sugiyama, elegida esposa tras largo casting. Nunca fue mera pantalla de la vida irregular del esposo. Yoko estaba al tanto de lo que todos sabían. Actuó de veras como nítida mujer de un hombre ambiguo, en el lecho y en la maternidad. Fue la presencia que él mismo impuso para sus encuentros sociales y editoriales, su compañera de viaje. Donde estaba Mishima, estaba Yoko (salvo en los bares).

Más desconcertaba al público el insaciable eclecticismo del escritor. Se apoyaba en lecturas de Rilke y de Proust, de Wilde, Radiguet, Cocteau y otros occidentales, al principio frecuentados a escondidas de su familia, luego aludidos aunque con la ausencia de explicaciones de Mishima a su público. Donde sí fue explícito hasta el exhibicionismo fue en el modo de concebir, para él y familia, una casa mestiza, mezcla de austeridad imperial (como el palacio de Katsura, en Kioto) y de confort de imaginaria villa californiana. Buscaba nada menos que fundir a Oriente con Occidente. La planta baja demuestra que, para Mishima, Occidente era el barroco tardío, los colores chillones, las esculturas del Renacimiento, los muebles rococó, entre los cuales Yukio circulaba en jeans y camisa hawaiana saludando a invitados. En los pisos, la cosa se ponía más japonesa: Mishima escribía en su despacho vestido de yukata (fino kimono de algodón), al igual que su familia. El domicilio de Mishima, frecuentemente fotografiado, muestra la mezcla estrafalaria de elementos característica de su dueño. De Oriente hacia Occidente, un estrecho pasadizo ascendente, en forma de escalera de caracol: mármoles de Carrara con impostaciones de artesanía local.

“Embutido de ángel y de bestia”: el verso de Nicanor Parra se aplica a este tokiota de voluntaria vida breve (1925-1970). De tan japonesa que fue, la mera evocación de la existencia de Mishima resulta difícil de aceptar en el archipiélago: muchos lo perciben cercano, pero no lo comprenden. En los hechos, se afanan por silenciar y dejar de lado la obra de un visionario a pesar suyo, alguien que personifica el oxímoron de quienes, en Japón, no se conforman con “ser imbéciles y tener un empleo”, según definía Gottfried Benn cierta búsqueda engañosa de felicidad. Ya durante su vida, la postura y el arte de Mishima enfrentaron fuertes resistencias. Hoy su figura sigue concitando un índice elevado de rechazo.

Conviene entender el asunto. ¿No era Mishima, como tantos compatriotas, un conservador reaccionario? Sin duda, pero lo fue hasta cierta exacerbación final, juzgada pretenciosa, del emperador, figura propuesta como fundamento cultural de una nación alicaída tras la guerra. ¿No cultivaba, con estilo que le siguen admirando, las más preciadas tradiciones literarias y escénicas del país? Lo hizo sin descanso, aunque hurgando en los fundillos del noh, el kabuki y los monogatari de forma tan intrigante que deja sin resuello a los imitadores. ¿Acaso no compartía la fascinación nacional por la cultura popular urbana de los Estados Unidos de posguerra? Claro que sí, sólo que la llevó al paroxismo de la imitación y al vértigo del pastiche, adoptando poses groseras y atuendos de cowboy, gangster o boxeador de película de trasnoche o lugar de alterne. ¿No vivía, como ciertos héroes nipones, en un contexto de ambigüedad y relativa indeterminación sexual? Incluso cuando hizo notar su homosexualidad, Mishima no dejó de ser un bisexual confuso y contradictorio, como no faltan en Japón. Llevó las cosas al extremo de mostrar estupor sin ambages ante su compleja condición. ¿No labró finalmente con su obra un compromiso estético con la destrucción y la muerte? Nada más afín a la tradición samurai, reeditada (con aplauso unánime) por los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra... sólo que sometida por Mishima a una nueva dramatización, en 1970, en forma de seppuku (suicidio ritual) imposible de asumir para quienes lo rodeaban.

Con el paso de los años, y para creciente incomodidad ajena, Mishima difuminó la ya borrosa frontera entre su vida y su obra, preparando poco a poco las condiciones para pasar a ser, él mismo en persona, el objeto perfecto que buscaba. La obra de arte que libro a libro anunciaba sería de corte dramático, una en que con sangre acabaría derramando de forma irrebatible su propia vida. Mishima ansiaba descubrirse vivo en el momento mismo de morir: creía que el momento de la muerte es el instante de máxima comprensión de la propia existencia. Quien pierde la vida, la ganará, dice un Evangelio que conocía. Dado que las circunstancias hacían imposible cualquier final heroico (kirijini: muerte en combate), acabó limitándose al suicidio ritual, aunque dotándolo de un contexto escenográfico patriotero y marcial. En otoño de 1970 se abrió el vientre (harakiri: del vientre a la derecha) en un cuartel tomado por sorpresa, al mando de una centuria de civiles ultraderechistas que hubiesen querido morir por el emperador, tan alocadamente como él. Solo en el trance de la muerte, Mishima queda igualmente aislado e irrepetible en la memoria de su pueblo, para quien sigue siendo objeto de atracción y de repulsa. ¿Demasiado japonés para los japoneses?

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Alberto Silva
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sábado, 3 de octubre de 2009

Experimentando sobre Lily


En 1904 Einar y Gerda Wegener se casaron, después de haberse conocido en una escuela de arte. Los dos pintaban, ella mujeres, él paisajes. Gerda era lesbiana, Einar se descubrió trans después de haber posado innumerables veces para su esposa. Su cuerpo soportó cinco operaciones: murió cuando intentaban transplantarle un útero para que cumpliera su deseo de ser madre. La semana pasada empezó a rodarse una película sobre esta historia que protagonizará Nicole Kidman.

La semana pasada se anunció el comienzo del rodaje de The Danish Girl, la biografía de Einar Wegener, la primera transexual operada en Europa en el siglo XX. Esta película basada en la novela homónima de David Ebershoff tendrá como protagonista a Nicole Kidman, quien cargará sobre sus hombros el desafío de interpretar al pintor danés que luego de su primera operación en 1930 comenzó a ser conocido como Lily Elbe. El film reunirá por primera vez a Kidman con el director sueco Tomas Alfredson, realizador de la exquisita Let the Rigth One In, una película de vampiros que también trata el tema de las sexualidades alternativas. La cinta, que se estrenará en el 2010, ya anticipa una larga lista de nominaciones. Pero ¿quién era en realidad la misteriosa Lily Elbe?

EL MATRIMONIO WEGENER

Einar Wegener nació en Dinamarca en el año 1886. De pequeño se interesó por la pintura y cuando tenía 20 años ingresó en la Escuela de Arte de Copenhague. Allí conoció a Gerda Gottlieb, la hija de un ministro que hacía un par de años había abandonado su provincia natal para convertirse en artista. Fue amor a primera vista. El joven Einar era un muchacho delgado y esbelto, de rasgos delicados y femeninos que lo hacían verse como una mujer, mejor incluso de lo que se veía como hombre. Esto deslumbró por completo a Gerda, quien ocultaba su gusto por las mujeres. La pareja era una combinación casi perfecta. Einar de 22 años y Gerda de 19 se casaron en 1904.

Ambos artistas comenzaron a trabajar como pintores e ilustradores. Einar se dedicaba a pintar paisajes, sobre todo de París, ciudad que le fascinaba, mientras que Gerda causaba sensación con sus pinturas de mujeres hermosas vestidas a la moda, y con un encantador corte de pelo a la garçon. La notoriedad y el éxito comercial no tardaron en llegar. En 1905 Gerda expuso sus pinturas eróticas (de lesbianas en su mayoría) en la Galería de Arte Charlottenberg y el mundo de las revistas de moda se rendía a sus pies.

EL NACIMIENTO DE LILY

Ocurrió un día que una de las modelos no se presentó a la cita que tenía con Gerda. Esta le propuso entonces a su marido un juego divertido: le puso medias y zapatos de tacón para poder retratar sus piernas. Así nació Lily. Esta práctica se volvió más frecuente y Einar empezó a sentirse cada vez más cómodo vistiendo ropas de mujer. Las numerosas pinturas de Lily Elbe (Einar eligió este apellido en homenaje al río que amaba) consolidaron el éxito de Gerda en Copenhague. Años más tarde viajó a París para exponer sus obras acompañada por Lily, su modelo favorita, quien era presentada en ocasiones como la hermana de Einar.

De vuelta en su país, Einar transcurría sus días entre su labor como un respetable pintor de paisajes y las fiestas de la noche danesa en las cuales, en compañía de su mujer, aparecía transformado en Lily, esa modelo cada vez más famosa que empezaba a ocupar su cuerpo y su mente. Poco a poco ese sentimiento de dualidad se iba convirtiendo en una sensación, amarga y dulce a la vez: el placer de descubrir que en realidad era una mujer y el tomar conciencia de que se sentía incompleta. Las pinturas de Gerda le mostraban a Einar una imagen de sí mismo, que se fue convirtiendo en un ideal, en un deseo: el de corresponder su cuerpo con su identidad de género.

Alrededor de 1917, el “secreto de Lily” trascendió el círculo de amigos íntimos del matrimonio. Y el escándalo fue enorme. Hasta entonces nadie había sospechado siquiera que las femmes fatales de Gerda eran en realidad su marido. Esta situación fue demasiado para la mentalidad provinciana de Copenhague y la pareja decidió mudarse a París, una ciudad liberal y de gustos vanguardistas, en donde podrían seguir adelante con su estilo de vida: Einar podría vivir abiertamente como mujer y Gerda podría ser lesbiana, su sexualidad alternativa, como ella misma la definía.

LILY EN LA CIUDAD LUZ

Los Wegener se hicieron conocidos muy pronto en París y al poco tiempo presentaron a la misteriosa Lily Elbe, esa mujer coqueta y juguetona que lentamente se abría paso en el alma de Einar. Vestida de alta costura o desnuda, Lily posaba para Gerda que, como una diseñadora de moda, marcaba tendencia en los gustos de las mujeres. No es descabellado pensar que el ideal femenino de pechos pequeños de los años ‘20 haya sido influenciado por la figura de Lily.

Einar comenzó a vivir como Lily. Una de las cosas que más le gustaba hacer era desaparecer usando uno de sus vestidos por las bulliciosas calles parisinas. Entre 1920 y 1930 era el centro de atención de todas las fiestas. Ella y su mentora incluso recibían huéspedes en su casa. Algunas noches, cuando las reuniones se tornaban un poco aburridas Gerda, solía decir “que Lily venga esta noche” y Einar hacía su aparición vestido de mujer. La encantadora Lily encajaba perfectamente en la sociedad parisina. A pesar de esto la pareja seguía con la puesta en escena de “la hermana de Einar”.

Eventualmente Lily abandonó la pintura, eso era algo que hacía Einar y que no le correspondía hacerlo más con su nueva identidad. Dueña de una personalidad irresistible y con una actitud que podía desafiarlo todo, estaba decidida. Decidida a dejar de ser una persona a medias, a completar su transformación. Un deseo crecía ferozmente en su interior: ser una mujer verdadera y poder ser madre.

EL GABINETE DE DR. HIRSCHFELD

El doctor Magnus Hirschfeld fue un famoso médico, sexólogo judío alemán, y un gran activista defensor de los derechos de los homosexuales. En el año 1919 abrió el Instituto para el Estudio de la Sexualidad en Berlín, y año tras año gente de toda Europa lo visitaba.

A él acudió Lily en el año 1930 para someterse a la primera operación quirúrgica de reasignación de sexo de la que se tenga noticia. Dicho procedimiento se encontraba en un estado muy experimental. Pero Lily no dudó en ofrecer su cuerpo. A lo largo de dos años se le realizaron cinco intervenciones, todas terribles y traumáticas. La primera, realizada por el Dr. Hirschfeld, consistió en la remoción de sus órganos genitales masculinos. El resto de las cirugías fueron realizadas por el doctor Kurt Warnekros en la Clínica Municipal para Mujeres de Dresden. Lily tenía la intención de ser madre luego de que una operación definitiva completara su transición. El Dr. Warnekros creía que esto era biológicamente posible a través de la cirugía. La segunda intervención consistió en un trasplante de ovarios, los que fueron tomados de una donante de 26 años de edad. Estos fueron quitados rápidamente en una tercera y cuarta operación, debido al rechazo y a otras graves complicaciones.

Mientras entraba y salía del quirófano y pese a que su salud empezaba a declinar, Lily seguía entusiasta con su deseo de transformación. En el año 1931, luego de la primera operación consiguió obtener legalmente el cambio de sexo y obtuvo un pasaporte con el nombre de Lily Elbe. Este hecho sin precedentes puso en jaque la legislación danesa: Gerda y Lily ahora eran dos mujeres y no podían estar casadas. El rey de Dinamarca declaró nulo su matrimonio en octubre de 1930.

Al momento de las cirugías el caso de Lily ya había llegado a los periódicos sensacionalistas de Dinamarca y Alemania, y el escándalo provocado en la sociedad tampoco tenía precedentes. Una vez que el matrimonio fue anulado, Gerda, que acompañó a Lily en la mayoría de sus operaciones, se casó con un teniente italiano y se trasladó a Marruecos. A su vez Lily había recibido una propuesta de casamiento por parte de un desconocido (se cree que fue un médico amigo de la pareja), y decidió aceptar. La ceremonia se realizaría tan pronto como ella pudiera ser madre. Finalmente la quinta operación intentó transplantarle un útero. El cuerpo de Lily no la resistió. La mujer de los ojos pícaros y melancólicos murió en 1931.

La historia de “la pequeña y pobre Lily”, como solía llamarla su esposa Gerda, podrá parecer triste. Pero ¿qué tenía de pobre la pequeña Lily?, ¿qué tiene de pobre una persona que puso su cuerpo para poder vivir en plenitud y luchó por ello hasta su último aliento? Lily, en todo caso, será recordada por su valentía.

Ariel Alvarez
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