sábado, 22 de agosto de 2009

Corazón de cine porno


Cuando volví de España, donde había vivido durante 3 años y medio, volví a ocupar mi antigua habitación en la casa de mis padres. Una noche de desvelo empecé a buscar algo para leer y en uno de los cajones encontré una antigua revista Eroticón; presa de la melancolía, me puse a hojearla recordando mis primeras noches calientes en soledad, donde fantaseaba con encuentros carnales con hombres, que a esa altura eran sólo puras fantasías, imposibles de llevarlas a la realidad. Seguí hojeando la revista sin prisa pero sin pausa hasta que encontré una nota sobre cines porno en la porteña ciudad. Maravillada con semejante novedad, me la leí de pe a pa sin perder ningún detalle. Asombrada y excitada, no podía creer lo que leían mis ojos. Me pareció más fantasía que realidad, pero igual me quedó la duda. Uno de los cines donde más se había detenido el cronista era el Cine Plus, ubicado sobre la calle Rioja, justo al lado de la bailanta Latino Once. Me quedó volando por la cabeza, y sobre todo por la bragueta, la nota que había leído, y ya que era del Oeste y viajaba diariamente a la Capital, pensaba tomar coraje para meterme a ver qué pasaba realmente en ese cine porno. Varias veces miré de lejos la pedorra sala. Pasaba por enfrente, pasaba por la misma vereda y nunca me animaba. Me sentía sucia, perversa, pajera... Hasta que un día mi cuerpo debatió con mi mente sus necesidades y salió ganando. Corría el año ’96. Cuando entré, saqué la entrada con la cabeza baja y empecé a ver que había más de un tipo deambulando por el lugar. En la oscuridad de la sala, después de acostumbrar la vista como los gatos, empecé a ver decenas de tipos que andaban dando vueltas por todos lados. Eran tipos y tipos y más tipos, como un grupo de experimentados cazadores. Había tipos en las escaleras con los pantalones bajos, tipos besándose, manoseándose, había escenas de sexo completo, oral, grupal, romántico, sexo, sexo y más sexo.

En el primer piso, las escenas de la pantalla grande mostraban películas hétero; poco tiempo después entendí que esas películas eran el anzuelo ideal para los trabajadores chongos cansados, que venían a buscar un pete express, sentados con cara de boludos hundidos en las butacas que, seguramente al cerrar los ojos ante una boca caliente, soñarían que la que succionaba era la porno star de la pantalla.

Arriba la sala gay y un cuarto oscuro donde los cuerpos se transformaban en revoltijos de carne. Fiestas negras, duchas blancas, lenguas salvajes: en la carta de ese cine el menú era variado y podías comer, chupar y tragar hasta saciarte.

En los baños, la cosa era más íntima si querías revolcarte con la puerta cerrada en el cubículo del inodoro, aunque la mugre en general era exagerada. Papeles sucios amontonados en olorosas montañas, el piso alfombrado por forros usados y a veces, si tenías suerte, había agua. Por años y años, mi vida sexual pasó a desarrollarse en ese cine en particular, aunque recorrí por simple curiosidad varios cines de Buenos Aires, cada uno con un perfil específico y respondiendo a un concreto mercado.

Durante los largos años que retocé en los baños, en los rincones y hasta en las butacas, me enamoré, hice amigos, encontré algunos novios no muy perdurables pero que me entretuvieron bastante, cumplí increíbles fantasías, me crucé con las entrepiernas más chicas de mi vida, y con las más grandes e inolvidables, y vi cosas que si tuviera que contarlas una por una, no me alcanzarían ni días, ni meses, ni años. Hoy, en el año 2009, esos eróticos reductos siguen estando, abrigando el deseo y los cuerpos calientes que prefieren enredarse en prácticos retoces, sin histerias, ni versos prearmados. No son discos, ni pubs maricas de diseño, pero lo que es seguro es que muchas de las maricas que histeriquean en la noche bolichera o en la calle, en los cines porno se transforman en bestias carnales y salvajes guiadas por puro instinto, y entienden que, después de todo, en esa oscuridad permanente, todos los gatos somos pardos, mal que a una le cueste aceptarlo.

Juro que durante todo ese tiempo nunca me arrepentí de haberme echo asidua víctima erótica de esas salas promiscuas y calientes; eso sí, para qué negarlo: a veces me he sentido una rastrera rata de alcantarilla... y otras tantas... una diosa bañándome desnuda en la Fontana di Trevi, como la grandiosa Anita Ekberg en sus años más calientes del cine de oro italiano...

Palito, bombón...

Si las butacas hablaran...! Las de los cines porno, claro. Aunque hoy por hoy, más que hablar, acaso chirriarían. No obstante la andanada de nuevos multiespacios en los que el fragor del cuerpo a cuerpo prefiere las cabinas con glory holes o la erótica humedad del sauna, o la forma en que definitivamente Internet cambió la manera de mirar pornografía, todavía hay cines XXX que siguen existiendo en Buenos Aires. El mítico cine Ideal (Suipacha 378) es uno de los referentes insoslayables. Frecuentado por señores que van en busca de muchachos que van en busca de señores generosos, y en donde más de un oficinista de la city se toma un descansito a la hora del almuerzo, el Ideal es junto con el ABC (Esmeralda 506), en cuyas salas gays dan una programación continuada todos los días hasta las 5 de la mañana, los bastiones que resisten en el microcentro porteño. Para los que prefieren una incursión con un toque lumpen y, por qué no, bizarro, quizá la mejor opción sea el Once Plus (Ecuador 54), justo frente a la Plaza Miserere: una suerte de "salón de los pasos perdidos" sexual para quienes cotidianamente van a tomar o bien el tren o bien un colectivo. El cine Box (Laprida 1423) es uno de los pocos que siguen en las inmediaciones de la antigua vía gay por excelencia, la avenida Santa Fe, la cual, junto con el resplandor de la pantalla en que tantos bigotudos besuqueros hicieron las delicias del público homosexual en la década del ’80, ha dejado de ser también lo que solía.


Naty Menstrual
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Haciendo cola


No habías cumplido quince años y ya le robabas anfetaminas a aquella vecina obstinada en adelgazar para conseguir marido. Eras rellenita y, como toda niña andrógina, con piel de seda, estilo inglés. Te sentías mujer ya desde los primeros pasos en puntas de pie, cuando con tu familia forzosamente emigraron al bravío Oeste del Gran Buenos Aires. En los casi olvidados años setenta, tus primeros paseos nocturnos oscilaban entre las estaciones desde Moreno hasta Liniers. Así fuiste descubriendo a otras como vos, en trasnoches iniciáticas de yire. Mientras ellas se alimentaban de sandwichs de milanesa regados por Sumuva, vos apenas podías tragar un paquete chico de las galletitas Manón, por lo que enseguida comenzaron a identificarte con ese nombre. Las anfetas te pegaban como si al mismo tiempo fueras Leonardo Da Vinci y La Gioconda, Dalí y Gala, Toulouse Lautrec y La Goulou. Te encandilaba descubrir ese mundo al que pertenecías y así, junto a ellas, comenzó la audacia de atreverse a usar las primeras túnicas rosadas además del peligroso rimel y lápiz negro en los ojos. Los andenes exhalaban nubes con vahos de Mary Stuart, Coty y en tu caso el insólito Patchouli o el Musk que según contaban, se destilaba del semen de los ciervos.

Trolas de aquellos tiempos en que ser pasiva era casi una ley, nada de mujeres fálicas. Te llamaban “better” y la palabra “gay” no había irrumpido aunque, para hacerla corta, muchas se bautizaban con ahora iconos del primer puterío, desde La Montiel a La Merello, pasando por tantas Marlenes y etcétera. Pero vos eras simplemente La Manón, primera hippie del trolaje insomne y les resultabas algo rara a algunas colegas como La Congoleña, Reina de Paso del Rey, Lulú, Zarina de Merlo o Marisa Gata Mansa, suprema emperatriz de las teteras, es decir los baños públicos de Morón donde bebían su leche. Con ella lograbas entrar en la Base Militar de esa zona, gracias al poder de una morena prostituta muy protectora de las locas que habían hechizado al Oficial Cortés, siempre de turno los fines de semana. A eso de las dos de la mañana, el tipo entraba a alguna de las ranchadas y con el simple sonido del silbato hacía formar batallones de conscriptos veinteañeros semidormidos, algunos semierectos, todos en calzoncillos. Marisa elegía como si estuviera catando pulpos pero vos, perdida en el mambo de la décima estenamina, seleccionabas sólo uno, especialmente por el color de sus ojos y después te hacías la difícil porque en verdad todavía te hacían doler con sus cactus de seda. Mientras, Marisa se pasaba casi diez en el sector de la enfermería donde los elegidos ya afrechos improvisaban su harén de verdad inolvidable e irrepetible en aquellos feroces tiempos antiputos.

La Gata Mansa comentaba con las otras que eras una marica nueva bastante extraña, pero demasiado bien dotada de asentaderas. Por eso te propuso un insólito favor al que accediste como en un juego peligroso pero encantador, ya que tu única misión consistía en esconderte detrás de un enorme ombú que todavía subsiste sobre la avenida Rivadavia y, hasta el amanecer, cuando algún coche pasaba manejado por hombres, salías en medio de la oscuridad bajo el farol donde improvisabas un semi streaptease para exhibir tu culo de magnolia adolescente. Cuando el coche se detenía, de inmediato en tu lugar, Marisa salía desde las ligustrinas y, haciéndose pasar por vos, ejecutaba ahí mismo su célebre mamada. Espiando así aprendías las artimañas del succionar hasta abducir en un grito de placer a los muchachos que enseguida se iban a veces diciendo tan sólo gracias, pero jamás su nombre.

Fernando Noy
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Escenas de amor prohibido


Anders als die Andern (Diferente de los otros, 1919) es la primera película de la historia con temática homosexual explícita y perspectiva militante. Producida apenas la Primera Guerra Mundial había terminado, constituye un documento impresionante sobre el encuentro entre una estética y una ética.

CINE Y MILITANCIA

El Dr. Magnus Hirschfeld (14/5/1868 - 14/5/1935) fundó en 1897 el Comité Científico Humanitario (Wissenschaftlich-Humanitäres Komitee) para defender los derechos de los homosexuales, promoviendo la anulación del artículo 175 del Código Civil prusiano que criminalizaba las relaciones entre personas del mismo sexo.

Como parte de esa campaña, que incluía la recolección de firmas (Hirschfeld se las ingenió para incorporar en su vasto listado de adherentes a lo más granado de la intelectualidad de la época), el médico propuso al cineasta Richard Oswald la realización de una película que mostrara en qué estado de desprotección legal vivían las personas homosexuales. Médico y cineasta (ambos militantes) idearon una ficción moralizante que se estrenó el 28 de mayo de 1919 con considerable escándalo, que luego se perdió y que fue reconstruida hace dos décadas por Stefan Drösler para el Museo del Cine de Munich (Alemania), a partir de los fragmentos que pudieron rescatarse de una copia encontrada en Ucrania, fotografías y sinopsis del guión.

Si no tuviera otros atractivos, al menos la película nos permite recuperar a Hirschfeld (representándose a sí mismo) como un simpático oso que arenga a la sociedad alemana en contra del nefasto artículo 175, y entrever apenas (sus secuencias son las más dañadas) a la genial Anita Berber, infatigable animadora de la escena contracultural expresionista de la República de Weimar, bailarina, actriz, cocainómana, cabaretera (en el sentido alemán), bisexual escandalosa, muerta de tuberculosis a los 29 años (en 1928), en fin, moderna.

UN MELODRAMA

El argumento de Anders als die Andern (Diferentes de los otros), la película urdida por Hirschfeld y Oswald, es de una sencillez y de una eficacia apabullantes. El conocido violinista Paul Körner (papel desempeñado por Conrad Veidt, el extraordinario actor que el mismo año de 1919 actuó en El gabinete del Dr. Caligari como Cesare, el asesino sonámbulo) recibe la admiración del joven Kurt (Fritz Schulz). Decide ponerlo bajo su tutela y darle clases particulares (que a todas luces incluyen intercambios de fluidos corporales). Cierta tarde, mientras pasean por el bosque tomados del brazo (conocida es la predilección alemana por las prácticas outdoors), son interceptados por el infame Franz Bollek (Reinhold Schünzel), una loca mala que, al mismo tiempo que les dice groserías, decide chantajear al afamado violinista.

Franz se presenta en casa de Paul y lo conmina a pagarle por su silencio. Asqueado, Körner accede al pedido del chantajista, que amenaza con denunciarlo a la Justicia como infractor al artículo 175.

Mientras tanto, los padres de Kurt se afligen por la desmedida pasión del joven por su tutor y le prohíben que vuelva a verlo. Consultado el Dr. Hirschfeld, éste comunica a los padres que su hijo no es enfermo ni depravado, sólo homosexual y, como tal, merece el mismo respeto que cualquiera

Franz Bollek se reúne con un amigo en un dancing para locas (probablemente la secuencia más brillante de toda la película), a quien le cuenta su plan para seguir expoliando al violinista que le ha dicho que no volverá a darle un solo centavo. La loca mala aprovecha la ausencia de Paul Körner y su sirviente e ingresa en la casa para robar. El joven Kurt lo sorprende y se traban en una lucha cuerpo a cuerpo. Luego llega el dueño de casa y entre los dos echan al delincuente. Körner se ve obligado a contarle a Kurt lo que está sucediendo y éste, aterrorizado, decide abandonarlo todo y deja la ciudad.

Bollek denuncia al violinista. Se instruye el juicio. Hirschfeld testifica, ilustrando su tesis con imágenes perturbadoras de mujeres–hombres y hombres-mujeres. La Corte condena al chantajista a dos años de prisión y al violinista a una semana de reclusión.

Salido de la cárcel, Körner encuentra que le han cancelado los conciertos, las giras, las invitaciones. Recuerda su infancia en el internado, cuando los bedeles lo retaban porque se metía en la cama de los compañeros. “Siempre lo mismo, siempre”, seguramente piensa.

Desesperado, solo, abandonado incluso por su pupilo, decide suicidarse.

Se subraya el mensaje de la película: el artículo 175 sólo beneficia a los oportunistas, a los especuladores, a los delincuentes. Sostenerlo es tolerar y estimular el chantaje.

UNIVERSALISMO

Pero la película (lo sepa o no) dice mucho más que eso. El expresionismo alemán encuentra en Anders als die Andern una historia en la que sus rasgos más característicos cuadran, podría decirse, casi naturalmente: nada más “natural” que representar la cara de quienes cultivan el amor que no osa decir su nombre con ojeras. Esas miradas hundidas, acostumbradas al mirar furtivo entre los matorrales de los bosquecitos alemanes, lo dicen todo. Ojeras: vicio, desesperación, intensidad, perfidia. Lo que sea, en todo caso, está en esas caras en las cuales los ojos se hunden en pozos de sombra, no importa que se trate del noble violinista o de la loca chantajista. Pero, además, lo que aúna, separa. Ojerosos, Körner y Bollek son los polos opuestos de una comunidad insostenible, y el desprecio que cada uno siente por el otro parece ser el mismo que cada uno siente por sí mismo. ¿Quiénes son los diferentes y quiénes los otros a los que hace referencia el título de la película? ¿En qué momento la diferencia podría dejar de ser tal para convertirse en un rasgo común de identidad? ¿En qué pliegue secreto lo otro podría alcanzar a ser lo mismo?

Dos son las escenas que, en este sentido, se contraponen: por un lado, la voz de la ciencia, representada por un Hirschfeld magnánimo que alecciona a los altos tribunales sobre los derechos universales, con prescindencia del género y de la sexualidad. Por otro lado, la voz de los cuerpos, representada por esos muchachos trajeados que bailan no se sabe qué (¿un vals ligero, una mazurca?) en el dancing que frecuenta el chantajista. ¿Pero, cómo? ¿De qué se ríen ellos? ¿Y cómo es que no tienen ojeras y se los ve felices, entregados a las circunvalaciones del baile y el abrazo de sus parejas? ¿No temen que Bollek los denuncie o les pida plata para guardar silencio?

Pareciera que ellos no tienen nada que perder, nada que ocultar, nadie a quién temerle: han optado por dejarse ver bailando, haciendo de la fiesta (de la que ni el chantajista, ni el violinista, ni su pupilo participaron nunca) el único ámbito posible para la conciliación de todos los contrarios y la disolución de todas las tensiones.

Esos jóvenes que despreocupadamente bailan llenando el cuadro pueden o no ser los mismos que se abrazaron en las trincheras de la Primera Guerra pero, en todo caso, participan del mismo espíritu para el cual cualquier instante puede ser el último.

Para ellos, que están más allá de todas las prohibiciones y todos los mandatos (así se los ve en la película), la crisis de entreguerras del universalismo (que todavía nos arrastra) representó la posibilidad de inventar espacios nuevos de frecuentación: nada que ver con la cultura burguesa, sus tribunales, su ciencia humanitaria y su arte. No hay nada que expresar sino, sencillamente, dejarse llevar por la música a otra parte.

Anders als die Andern
(Diferentes de los otros, 1919)
Blanco y negro. Muda, 50 minutos
(version reconstruida por el Filmmuseum). Producida por Richard Oswald.
Con Conrad Veidt como Paul Körner, Anita Berber como Else, y otros.
Version en DVD con letreros
en aleman y en ingles.

Para ver la pelicula completa en la web con subtitulos en ingles:
http://video.google.es/videoplay?docid=3563045247830800308&ei=iMWPSu9-l9b4BoyQ1IwN&q=Anders+als+die+Andern

Daniel Link
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lunes, 10 de agosto de 2009

Esa rubia bestialidad


Hay algo en Daniel Craig que transpira peligro, pero no se trata de la amenaza de músculos, fierros y escenas de acción a las que está asociado hoy después de tener la gran corona varonera: interpretar a James Bond, ¡y hacerlo bien! Que se entienda: Daniel Craig (inglés, 41 años, más petiso de lo que parece, criado en Liverpool) está increíble en las Bond, cuando anda de torso desnudo casi no se puede mirar la pantalla, tiene ojos diabólicos, transparentes, como ciegos; está rubio y frío como el sol de invierno. Ahora mismo se estrena otra con Daniel –dan ganas de llamarlo por el nombre, aunque probablemente en su presencia cualquiera ensayaría un tartamudo “Mr. Craig” y después se arrastraría hasta un pozo para morir–. Esta película nueva se llama Defiance y es la historia de los hermanos Bielski, que en la Bielorrusia invadida por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial salvaron a más de mil judíos escondiéndolos en un campamento en los bosques, y también luchando con los alemanes, armados, resistiendo. Es una historia de voluntad y supervivencia admirable y conmovedora, pero la película es mediocre; la dirige Edward Zwick con todos los clichés posibles, y algunos nuevos. Daniel Mr. Craig es Tuvia Bielski, el hermano mayor, el que decide hacerse cargo de los refugiados, un ex contrabandista medio bestia, que dispara si tiene que hacerlo pero es un gran tipo. A Daniel el personaje le queda bien (a pesar de que es ridículo que hable mitad en inglés mitad en ruso, como hacen todos los otros personajes: hay que encontrarle una solución a este dilema del idioma) pero mejor le queda la chaqueta de cuero marrón y la boina; ni hablar cuando se agarra tifus y anda tosiendo, y después se duerme afiebrado y despierta pálido, ¡qué brillo en esos ojos eléctricos! Es un escándalo apuntar estas frivolidades con una película de tema tan serio y canónico, pero no es culpa del espectador, es de Zwick, que es un director penoso (dirigió Diamante de sangre, no hay mucho más que decir).

Entonces, centrándonos en Daniel, hay algo en Defiance que se repite y no es grato: es su nuevo personaje de héroe de acción, a los tiros y dando patadas (anticipado por su participación en Lara Croft: Tomb Raider, donde hace de ex novio de la heroína). Le sale porque es talentoso, pero no le sienta. Había otro Daniel Craig antes, y era mucho mejor. Mucho menos famoso también, pero tanto más interesante, aunque probablemente por ese camino no saldría del indie. El ojo entrenado lo habrá bichado por primera vez en El amor es el diablo (1998), donde hacía del novio chorro de Francis Bacon. Una hermosura toda sucia y callejera, inolvidable la escena de la bañera (un desnudo tremendo: a Craig el agua le queda extraordinaria), qué ganas de tirarle con algo por la cabeza a Derek Jarman, que está pérfido y maligno como Bacon, qué injusticia arruinarle la vida a Daniel, ladronzuelo de alma atormentada que al final se suicida para tratar de devolverle algo del daño al señor pintor. Poco después hizo de Ted Hughes en la fallida Sylvia, biopic sobre Plath y el Poeta Laureado de 2003 donde ella es Gwyneth Paltrow. Y a ella no le da, pero Daniel como Ted está perfecto: arrogante, talentoso, hermoso en su saco de tweed, peligroso –porque ella, celosa y depresiva, no puede lidiar con un amor turbulento– y compasivo con Hughes, que desde el suicidio de Sylvia fue nominado como poco menos que el asesino. Además, tiene una melena castaña, y es inexplicable lo bien que le sienta la oscuridad allí. También hay escena marina, y hay que decir que para Casino Royale se puso más grandote, pero ya tenía un cuerpo increíble, cosa aún más evidente cuando está desnudo después del sexo en un sillón, hacia el final.

Otro secreto de Craig: Infamous de 2006, la otra película sobre Truman Capote y A sangre fría, donde hace de Perry y el homoerotismo se desparrama. Además, es mejor película que la de Philip Seymor Hoffman, y el actor Toby Jones haciendo de Capote enamorado es una maravilla. Aunque hay que decir que el Perry real no se parecía a esa cosa hermosa tras las rejas que es Daniel Craig.

Lo próximo para Daniel, parece, es más Bond. Y bueno. Nadie reniega de la bestia rubia, eh, es un gusto. Sólo que dan ganas de ver otra vez un poquito de aquella misteriosa oscuridad.

Mariana Enriquez
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sábado, 1 de agosto de 2009

La conspiración de los machos


“Soy Ian Brettes, soy transexual, pero nunca voy a ser un chongo ni lo quiero ser.” Afirmar su identidad masculina y a la vez negarse a cumplir con los mandatos más retrógrados de la misma; construir una familia con su novia y seguir en el barrio a cargo del negocio familiar que inició su padre, parecen ser razones suficientes para que los vecinos lo persigan, lo señalen y hasta lo muelan a golpes. Esta historia, donde unos cuantos ejercen la “normalización” por mano propia mientras la policía se regodea en su negligencia, transcurre en Isidro Casanova. Y en muchos otros pequeños lugares de este mundo que, aunque parezca tan gay friendly, sigue siendo tan hostil.

El primer golpe estalló en su cabeza un 19 de julio. La fecha está en los papeles que él guarda encarpetados en un local atiborrado de herramientas, rayos, ruedas y repuestos de bicicletas. Pero, por supuesto, también está en su memoria y hasta se imprimió en sus hábitos, cada vez más anclados en ese mínimo espacio donde trabaja y pasa la mayor parte del tiempo. Ese día de invierno había empezado como una mañana cualquiera, levantando las persianas del local que durante 30 años estuvo al mando de su padre, sacando el cartel que anuncia arreglos y guardería de bicicletas, poniendo a sonar el reggae que para él es tanto música como mantra espiritual. Y lo que siguió, tampoco se escapaba de la rutina: un reclamo de visibilidad. Aunque esta vez la reclamaba de la manera más concreta posible. Fue a pedirle a su vecino, César Rodríguez, de profesión matarife, que por favor les pidiera a los camiones de reparto que no se estacionaran durante tanto tiempo en la puerta de la bicicletería. “Es que no me ven”, le dijo, amigable, como es su estilo. Ese “no me ven” que vuelve cada vez que tiene que decir “soy transexual” y le contestan como le contestó ese vecino: “Tortillera, marimacho, salí de acá, lesbiana de mierda”. Después el golpe, de arrebato, sin que atinara a cubrirse la cara, el dolor y la sorpresa. “Me insultó, me humilló, se subió a su auto y se fue”, cuenta Ian, 38 años, artista callejero mientras viajó por Latinoamérica y por España tratando de juntar dinero para cumplir su sueño de modificar su cuerpo para que finalmente lo vean como él es. El, un hombre trans. Claro que eso, justamente, es lo que nadie (en su barrio, al menos) quiere ver. Mucho menos después de que todos en la cuadra supieran que él, la tortillera marimacho, no aceptaba ser disciplinado a la fuerza.

“Estaba todo ensangrentado, porque me dio en la nariz, así, sin que yo lo viera venir, además de haberme humillado delante de todos. Por eso me fui a la comisaría a hacer la denuncia. Y esa vez me trataron bastante bien, me hicieron hacer una radiografía, me revisó un médico... pero se ve que como todos lo supieron, el odio fue creciendo.”

El odio como un huevo empollado por la conjura de los machos de la cuadra. A ese primer golpe siguieron otros. Poco más de un año después, Ian terminó inmóvil en una silla de ruedas. “Y siempre el mismo argumento: mi sexualidad. ‘Vos querés tener una como la que me cuelga a mí’, me decían y me mostraban los genitales. Si era tan macho que fuera a pelear, me desafiaban. Pero yo no quiero ser un hombre así. Yo soy Ian Brettes, un chico trans, un hombre pacifista, como Jesús”, dice y se ríe. Es que la peor golpiza la sufrió un Viernes Santo.

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Ese 19 de julio de 2008 la violencia –“homofóbica, transfóbica, lesbofóbica, como la quieras llamar”– plantó el primer palo de una cerca que a lo largo de un año iría encerrando a Ian y a su pareja en un espacio cada vez más reducido. El local está siempre con llave, ella y él apenas salen para ir a dormir y son muchas las veces que se quedan dentro, en parte por la inmovilidad obligada que impuso un corte en una pierna que seccionó tres tendones. En parte por el miedo. Los amigos que antes iban a tocar “los cueros” –instrumentos de percusión que se apiñan entre el aquelarre de herramientas– empezaron a sentir las amenazas y dejaron de visitarlxs. Andrea, sin embargo, no puede dejar de amar la cotidianidad que había empezado a construir con su novio. De pie frente al vidrio recauchutado de “Cicles Brettes” dice: “Está lindo el barrio”. Será el sol que la pone optimista. Aun a riesgo de dejarse llevar por el prejuicio, se puede confesar que cuesta ver la belleza en esa esquina de Isidro Casanova que exhibe un triángulo de tierra donde ya no queda pasto, una calesita olvidada y el pegoteo de afiches que anuncian el show de un grupo llamado Ku-lona. Sobre el asfalto cariado que aumenta el ruido de los colectivos ondean los pasacalles: “Compro pelo. Cambio tu estilo y pago hasta 1800”. Debe haber al menos 60 personas en la plazoleta, entre las paradas de colectivo y los negocios, un tránsito habitual de gente, telón de fondo inconmovible del hostigamiento constante contra Ian y su novia, aunque sobre todo contra él.

“Yo creo que soy así desde que nací. Siempre quise ser un varón, es como suelen decir, que tenés un cuerpo equivocado. Aunque yo sé que siempre voy a ser trans y está bien. Sí es verdad que me quiero operar. Me gustaría sacarme de acá –dice y se señala el pecho–. A mí me encantaría poder usar una musculosa y no estar mostrando las tetas, tener un pecho lisito, de varón.” Si el género puede ser una máquina de violencia, Ian pone un ejemplo concreto enunciando su deseo; ese “atributo” que se supone femenino no parece pertenecerle siquiera a quien lo porta. Es de los otros, de la mirada de los otros.

“Volví de España en 2001, a fin de año, porque me avisaron que mi papá estaba muy mal. Allá había visto a un médico ya, Iván Mañera, para hacerme la mastectomía y empezar el tratamiento hormonal. Pero bueno, también tengo toda la vida para hacerlo y él no podía esperar. Fue muy lindo, estuve cuatro meses acá con él, me enseñó todo de su oficio. Porque mi papá corría carreras de bicicleta y mi tío también. El quería tener un varón y bueno, después de cuatro mujeres vine yo, el trans. Para él siempre fui su hijo. O su hija, pero siempre me respetó. Y mi mamá también, para ella soy Ian. Desde los 20 que soy siempre Ian.”

Después de la muerte de su papá, Ian siguió con el negocio, orgulloso de las fotos que muestran el local en sus diferentes épocas, de conservar la bici con que de niño corrió su hermano mayor una competencia, y también de los ídolos y colores rastafari que para Ian son su religión y su filosofía. “Lo que pasa es que en ese momento yo tenía una familia, vivía con mi pareja que tenía una hija que iba a la primaria y no me veían tanto por acá, venía, me iba, era el hijo de Brettes y listo. Desde que me separé y después me junté con Andrea, bueno, me empezaron a ver, a pensar, ‘¿Es el hijo o la hija?’ ‘¿Quién es el travesti este?’ A la gente le molesta mucho una persona distinta en el barrio. Y más que yo soy tranca, toco mis cueros, hago artesanías, estoy en la mía y eso es peor porque creen que soy débil. Tal vez si fuera quilombero no serían tan agresivos.” Pero lo fueron, de hecho, desde que se escuchó el primer “marimacho” en la cuadra enunciado como un insulto, la violencia siguió trepando su espiral. Y las denuncias policiales que se suponía que servirían de protección fueron el arma de doble filo que terminó cortando la historia de Ian en dos, antes y después.

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“Acá en la plazoleta paran unos pibes a los que yo siempre les presté herramientas, los traté bien, no había ninguna mala onda. Hasta que después de lo del matarife, un día vinieron a pedirme la amoladora justo cuando estaba con un cliente. Les pedí que esperaran un poquito, que la estaba usando. Y ahí empezaron: ‘¿Qué te pasa, estás indispuesta, torta de mierda?’” Las estrategias del macho no son muy creativas, hay que decirlo, y sin embargo la humillación encuentra su huella en cicatrices mal cerradas.

El hostigamiento fue cotidiano, desde la primavera hasta diciembre. Perseguían a Ian y a Andrea cuando lxs veían por la calle, le mostraban los genitales como nenes crueles que exhibieran un chupetín a quien no se lo puede comprar, como si Ian creyera, como ellos, que ser hombre es tener un falo entre las piernas. “Se llegaban a desnudar por la calle, ‘¿vos querés ésta, no?’, me preguntaban, un asco. Y siempre la homofobia de por medio. No es por hacerme la víctima, yo no me quiero hacer la víctima, es así nada más. Y todavía siguen igual, el domingo mismo volvieron con los mismos insultos y los mismos argumentos.” Pero el 22 de diciembre de 2008, los insultos trocaron en golpes. Puños, palos, patadas; contra Ian, contra Andrea y contra un amigo que estaba en el local a punto de compartir la comida que habían preparado ahí mismo. Era casi de día, cerca de las nueve de la noche. Hernán, Víctor, Marcelo y Malena. Ian duda en decir sus nombres pero de inmediato se convence de que es necesario aunque no sepa sus apellidos. Es una manera de conjurar al miedo, de afirmar esta boca es mía y también puede ser una herramienta. Aun cuando haberlos denunciado, esa misma noche de verano, sirvió para nada. Un llamado al 911, la exhibición de las marcas de los golpes, los vidrios rotos del local, nada de eso conmovió al teniente primero Pablo César Balbuena, de la Distrital II Oeste San Carlos. No quiso tomar la denuncia, no llevó a los amigos a la comisaría, dijo que iba a mandar un patrullero mientras él iba a perseguir a los agresores y nada de eso sucedió. Ian y Andrea fueron al día siguiente, con unos moretones tumefactos perfectamente fotografiados y archivados en sus carpetas marrones, a la Distrital para que les tomen la denuncia. Allí, otro agente, apellidado López, les dijo que tenían que esperar a Balbuena. “La verdad es que si hubiera que pegarle a todos los putos que hay por ahí no daríamos abasto... algo más debe haber pasado”, dijo López haciendo gala del mecanismo habitual de culpar a la víctima. Nadie tomó la denuncia ese 23 de diciembre. En ese mismo momento llamaron al Inadi, donde les pidieron los datos de la comisaría y les dijeron que se presenten a hacer la denuncia al día siguiente porque se iban a encargar de que se las tomen. Esta vez, como regalo de Navidad, fue Balbuena el que atendió: “No les puedo tomar la denuncia porque ya las denunciaron a ustedes por riña callejera. Yo no puedo hacer nada”. Ian y Andrea guardaron la bronca como pudieron, con esa energía volvieron al Inadi el primer día hábil de esa semana de fiestas. “Pero nos pedían los apellidos de los pibes, las direcciones, los teléfonos y pruebas que eran imposibles. Nos sugirieron que fuéramos al Colegio de Abogados de Morón, pero al final nos desalentamos. Ni siquiera sabíamos entonces que podíamos hacer una denuncia directamente en la fiscalía”.

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“¿Qué me mirás, lesbianade mierda?” Ese fue el único aviso de lo que vendría, ¿pero cómo iba a adivinar Ian que la infección del odio iba a explotar cuando los insultos contra él se habían vuelto cotidianos? El panadero de la esquina, Martín David Albarrán, el que tiene un local alquilado que linda con el suyo, había hecho blanco sobre él. “Pero yo, con esa cosa que tengo de querer arreglar todo hablando, como un boludo, me acerqué. Y me entró a pegar, piñas, patadas, me revoleaba de los pelos... los empleados de él lo querían parar y no podían, hasta vino la mujer y sin soltarme le dio una piña tremenda...” ¿Qué tenía que defender a esa “gorda tortillera”?, gatilló con la lengua el panadero mientras zarandeaba el cuerpo de Ian, desarticulado por la sorpresa y la humillación. “Me tiró contra la vidriera de su negocio y mi pie atravesó el vidrio, el tipo me agarró del piso y me arrancó de ahí. Se abrió un tajo gigante, cortó tres tendones, me tuvieron que hacer cirugía para que no perdiera la movilidad del pie. Ahí vinieron tres patrulleros porque el tipo estaba sacado... se ve que alguien más que Andrea llamó.”

Fueron tres patrulleros, los efectivos bajaron de sus autos, Albarrán, el panadero, encontró consuelo en sus uniformes: “Miren lo que me hizo, me destrozó el negocio”. Ian sangraba en el piso, Andrea pedía por ayuda. Nadie se acercó, ni los policías, ni los vecinos, ni las vecinas. Al menos por diez eternos minutos. Ian era otra vez invisible a pesar de la sangre, de los gritos de su novia, del propio dolor que después del desconcierto empezaba a sentir. “Los canas me miraban y se reían, murmuraban con el panadero...”

El remisero que finalmente lo trasladó al Hospital Paroissien le dijo que él había visto cómo lo arrancó del vidrio roto lastimándole todavía más la pierna. Pero todavía no saben si saldrá de testigo. En realidad, no hay una causa abierta por esta agresión hacia Ian. Lo que hay es una imputación contra él por daños y lesiones que la policía tomó correctamente y que lo obligaron a firmar, notificándose, cuando pudo trasladarse hasta la comisaría para hacer su denuncia. Otra vez estaba ahí Balbuena para atenderlo. Le pidió sus datos completos: nombre, dirección, DNI, teléfono. Cuando terminó le dijo que estaba “imputada” y que él, teniente primero, no podía hacer nada porque el otro había actuado primero.

A fin de mayo, Andrea tuvo que ir a la fiscalía para radicar otra denuncia, Albarrán la había visto entrando a la bicicletería y al grito de “lesbiana conchuda” le juró que la iba a matar mientras pateaba la persiana de “Cicles Brettes”. Después vino la amenaza de que no les iban a renovar un contrato de alquiler, que la relación contractual de más de 30 años que había empezado con el padre de Ian iba a terminar porque si no el panadero no iba a volver a alquilar el local de la esquina. Finalmente se resolvió, pero el hostigamiento nunca se detuvo. Hasta que el 18 de julio llegó la notificación que hacía un mes la comisaría tenía cajoneada para que se presentara a ratificar la denuncia por lesiones que un año antes había presentado Ian contra su otro vecino, César Rodríguez, el matarife. “Corrigieron la fecha adelante mío, no sé por qué no me la habían traído.” Y fue esperando en la puerta de un juzgado cuando conocieron a Johana, una travesti a quien Andrea y Ian le contaron su historia, que pudieron empezar a hacer otro camino que todavía no termina.

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“El problema es que nadie quiere ver o entender lo que sos. Acá está culturizado que haya transexuales de varón a mujer, pero no al revés. Una vez fui al Hospital de Clínicas porque me había dicho una amiga travesti que ahí le daban hormonas y me sacaron corriendo, me dijeron que lo que yo quería era imposible. Ahora mismo que nos conectamos con otras compañeras que nos están dando una mano, unas dicen que somos lesbianas y otras se ofenden porque apareció eso en una lista de correo. Me piden a mí que me defina, que diga si soy ‘una concha o un transexual’, no sé qué pasó, es como que a pesar de los golpes que sufrimos todos no podemos entendernos.” Lo de siempre, Ian parece invisible, aunque su voz sea firme y su boca no deje de decir cada vez que es transexual porque así se reconoce, un hombre transexual, con el cuerpo que tiene, el mismo que quiere modificar pero del que no reniega. “Yo soy yo. Ian. Y mi nombre es un apócope del que me dio mi mamá con todo su cariño y del que tampoco voy a renegar. Yo en mi cabeza sé muy bien quién soy. Me encantaría tener barbita, eso sería piola, y no tener que usar musculosa y mostrar las tetas, pero siempre voy a ser trans. Ahora parece que confundo porque tengo el pelo largo. Pero porque tengo mis rastas, es por mi ideología rastafari, no voy a renegar tampoco de eso. No soy un típico chongo ni lo voy a ser nunca. Estoy en contra del machismo y siempre respeté a la mujer. No reprimo mi lado femenino, todos lo tenemos. Existe mucha diversidad, pero parece que a todo el mundo lo tranquiliza una etiqueta bien clarita.”

Afuera, del otro lado de la puerta con llave de la bicicletería, un patrullero estaciona y se baja un policía. Va a buscar el pan de cada día en el negocio de Albarrán. Dentro, Ian acomoda otra vez sus carpetas de fotos, papeles y denuncias entre las figuras de Buda y de Shantii, una diosa india; entre un libro de Barthes, La cámara lúcida, y otro de Paulo Coelho; entre los discos de Bob Marley y de la argentina Alika. Ahí está todo lo que quiere y también lo que no. Conviven el miedo y la decisión de que no lo expulsen del lugar que él quiere tanto como quería su papá que él quisiera. El 12 de septiembre, le ofrecieron en el Inadi, se organizará un festival “en contra de la violencia, pero de toda violencia, como para que se me vuelva en contra”, dice él que sabe que en ese barrio va a quedarse. Y que de alguna manera va a tener que seguir viviendo. O de una manera, como Ian, ese varón trans que usa rastas hasta la cintura, escucha reagge como si fueran mantras y tiene pulsión por solucionar los conflictos hablando. Aun cuando eso mismo le cueste sangre.

Marta Dillon
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