domingo, 29 de marzo de 2009

Elogio de la pluma


Hace tres años, el 10 de marzo de 2006, con Alberto Migré se iba la pluma maestra de la telenovela argentina. En sensible homenaje, el poeta Fernando Noy, plumetí encarnado, evoca a esta y a otras tantas plumas que tan bien adornan la cola de este mundo, mundo pavo, pavo real.

Una pluma te saltaba desde cada ojo y movías el tuje como pavo real por lo que, ya desde niño, cómo no se iba a notar que eras evidentemente trolo, mientras tu padre recriminaba al cielo que no le hubieras salido Juan Domingo sino Evita.

A causa de sin permiso usar la augusta pluma cucharita, atesorada reliquia adentro del tintero en el cuarto o museo de las lágrimas, hasta que el vuelo poemático te granjeó la primera paliza inolvidable y seguro a modo de imprevisible venganza, la antigua tinta china manchaba la alfombra turquesa con tus propios talones fugitivos para siempre.

A los quince, en plena dictadura, también te detectaban el bamboleo plumífero y caías presa, coleccionando otro Segundo H, edicto de escándalo en la vía pútica, sólo por circular a la buena de Dios exhalando patchouli, masacrado por las botas de esas plumas de arsénico vomitadas como balas desde los patrulleros o patrullas de Eros.

Al tener que huir de tu país, fueron otras las plumas de aquella boa roja arrojada para cubrir algo de tu piel de Lilith desaforada sobre las propias ancas, inaugurando el ahora folklórico “bum-bum-less”, primer “cola-less” para el probable Record Gayness de Brasil, quien iba a decir importado por una bicha argentina que se sabía el samba desde otras vidas y apenas había logrado estaquear con tanzas hippies sólo el sexo bajo una estrella de mar embalsamada para desfilar en la Plaza Castro Alves de Bahía, oasis o imperio de la desmesura jamás visto, bajo la pluma invisible de tu piel amalgamando caricias, flashes o, por supuesto, lenguas.

También hubieron plumas de ébano y charol, con su altivez de cóndor al acecho en pupilas de tus amigas-hermanas el gran Pedro Lemebel o la gaúcha de Porto Alegre Caio Fernando Abréu que en los ‘70 insolentaba académicos declarando ser la Ney Matogrosso de los narradores que surgían en Brasil, hasta la siempre nuestra actual última diva Gran Marcova con el mismo plumaje sacro-obsceno que en los dedos buscones de Osvaldo Lamborghini comiendo Pipos de chorizo y flan de semen en las cazuelas de los cines Rose Marie, Eclaire o Avenida. Pájaros de Sodoma revoloteando la jaula pantalla donde nadie miraba, aferrados a los barrotes de piernas musculosas, marineras o bajo pantalones rasgados de Modart de los que al fin podían huir luego del chicle antropofágico, antigua ambrosía de los griegos.

Llegado a los ‘80, tu otra hermana, la inolvidable Batato, ideaba una puesta donde cada escena culminaba con la caída de una pluma bajo el cenital-genital como lengua alada que sólo tocaba el suelo para morder la almohada precipitándose en un abismo de gargantas, recuperando el vuelo, izada por el viento de aplausos.

Tantas plumas heredadas para una sola noche que ahora el recuerdo vuelve eterna, como las coleccionadas por la gran maga Gustavo Ros. Igual, quien más conoce sobre plumíferos secretos es la legendaria Vanesa Show, amiga-hermana a su vez de la diosa Nélida Roca, que sobre la desnuda piedra de su nombre encerraba el fetiche de un cuerpo escultural, irrepetible, dentro de otras plumas ardientes, imborrables.

Así aprendías que al estilo de las viejas carrozas pasivas en las perchas del closet, las plumas jamás se tocan entre sí porque acaban marchitándose, siempre rumbo al ansiado blanco braguetil que por suerte al fin se infla como el mejor gomón en un rescate.

Nada que ver con las cucias y negras de ciertas palomas buchonas ensordeciendo el cerebro desde los calabozos donde te trancaban.

Plumas por doquier, abanicando el vértigo yirando que incluso se volvían rock and roll desde las crestas aladas del pink-punk o las recientes plumas inoxidables y también ocultas en la plumífera manada de floggeys, rollingays o emosexuales que rutinan por suerte regresar, dentro de las bandadas galopando un placer donde el tiempo no pesa todavía con su feroz reloj de plumas de acero circulantes y la palabra pecado es un perfume en salivas enroscadas desde el celular o el imprevisto precipicio de una misma tabla como la cama volátil que jamás hubieras podido imaginar.

La educación sentimental

La primera vez que me encontré con Migré fue como una revelación. El había pedido que yo lo entrevistara en un evento público para homenajear a Claudio García Satur y mordí feliz el anzuelo: yo no había visto Rolando Rivas, taxista, pero sí el bulto de ese esplendor, ese James Dean bien alimentado que era Claudio/Rolando en 1972. Confieso que el prejuicio me había velado el conocimiento, más ocupado en buscar la filigrana intelectual que no deja nada entre los dientes, me había perdido el placer de escarbar en busca de los restos que deja la dentellada de lo popular. No sabía nada de Migré, pero aprendí rápido, como se aprende a amar a primera vista. Supongo que Paquito (Jamandreu) le había hablado de mí. El tenía el prurito de las maricas de traje y corbata, pero no por eso dejaba de ser lo que era. De hecho quería conocerme porque yo era más trola que él. Tenía la sensibilidad de las maricas precursoras de la camisa rosa, que en lugar de mostrar los dientes se escondían detrás del abanico de las convenciones.

Lo que recibí de él en ese contacto –y en todos los que siguieron, porque quedamos bastante pegados– fue una educación sentimental de lo popular, en la boca y la estampa de un clásico que sabía mirar y escuchar el otro lado del tejado de Corín (Tellado). ¿Cómo iba a saber que detrás de esa fragua de éxitos de televisión había semejante filosofía de tocador de braguetas y de culos? Migré me deslumbró con esa manera de entregarse, de convertirse en rehén del público. No para darle al público lo que quisiera sino para hablar con su lengua, sentir con sus emociones, poner un espejo para que puedan hacer sus morisquetas. El recibía como una orden del público lo que tenía que escribir. El es un icono, traspasó el misterio de la historia bien contada hacia la plena satisfacción de quien hinca el diente. La televisión después empezó con los arquetipos, los paradigmas, las boludeces. El, en cambio, sabía que si no intelectualizaba mucho, iba a descubrir la miga de lo que iba a amasar después. Tenía algo limítrofe en su sensibilidad marica: en él se ve lo magistral de la mujer, de la trola, pero encorsetado. Era propio de su tiempo abandonar la pluma por el trajecito negro. Pero era lo que pedía la gente. Y él tenía hambre de gente, de pueblo. Y sabía contagiarlo.


Fernando Noy
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