lunes, 8 de septiembre de 2008

Las confesiones de Roberto Piazza


La llegada a la gran ciudad “Cuando era joven casi adulto, a la fuerza y trabajando para ser reconocido, decido irme de mi casa, de mi familia, de mi ciudad en la provincia de Santa Fe, para descubrir la Buenos Aires indescriptible, esa ciudad tan compleja y maravillosa, llena de sorpresas y de oportunidades, de peligros y de maravillas, escapando de todo aquello que no quería más y que me estaba matando de a poco. Me voy de Santa Fe con mi novio Hugo –él ya estaba en Buenos Aires hacía un tiempo–. Siempre me decía: ‘Vení que acá es lindo. Largá todo, yo también te extraño’. Hasta ahí mi vida era imposible. Mi viejo me quería matar: ‘Vos y tus amigos reventados. Y ese Hugo ya sé quién es. Mejor que te vayas, porque te voy a matar con la 45 que tengo’... Me separé de Hugo cuando nos hacinábamos en el cuchitril de dos ambientes. También descubrí que era ‘bañero’: iba a los baños a tener sexo con cualquiera. Era promiscuo, tenía amantes. Fue mi primera pareja...”.

Rumbo a la fama. “Cuando llegué de Santa Fe a Buenos Aires tenía veintidós años, un principiante que no le hacía sombra a nadie, pero siempre traté de vincularme desde el principio con todo el mundo. Soñaba con vestir a actrices y conocer periodistas, así que redacté una carta modelo y la envié a todos los jefes de redacción de diarios y revistas como 7 Días, Flash, Radiolandia, TV Guía, Para ti, Vosotras, entre otras. Allí les decía: ‘Recuerden mi nombre ya que pronto seré una figura muy famosa’. Las modelos top eran las que me podían conectar con las productoras de moda de ese entonces, como Tiky García Estévez, Lucía Uriburu y la jefa de moda de Clarín, Beatriz Trento. El primer premio que recibí por mi labor me lo dio el Club de Peinadores en el año 1983; luego gané el Península Italiana y después vendrían muchos más. Trabajé mucho y muy duro. En eso le hice caso a Gino. Resulta que una vez fui a ver a Bogani gracias a Eloísa Barbotte, la más reconocida maquilladora de los años ochenta que, como buena amiga, me lo presentó. Y sabiendo que yo soy de lo más antisocial, le dijo: ‘¡Ah Gino, este chico es Roberto Piazza y sueña con ser como vos!’. Ay, ay, ay, me mató, me puse bordó, la odié. Me empezaron a temblar las piernas: yo lo admiraba y le temía, lo idealizaba a morir. Gino me miró elegantemente desde arriba y me dijo: ‘Hay que trabajar mucho chiquito, mucho....’ Y se fue".

"Tenía razón, yo recién cumplía veinticinco años y era un principiante que pretendía ser famoso, sabía que no era gratis y que había que trabajar duro y eso siempre me incentivó... Paco Jamandreau nunca quiso verme. Cuando realicé la colección Tango le pedí datos, historias y anécdotas, y fue muy amable, pero muy fóbico. Hablábamos por teléfono durante horas. Le organicé tres veces una charla para mis alumnos junto a otros grandes y no vino. El era así, un genio de verdad. De a poco se fue desvaneciendo, quizá por la locura que tenía. Daba clases y cosía para alguna que otra señora paqueta pero no se mostraba, era una especie de Greta Garbo del vestido. Su final fue trágico. El día de su muerte estaban embargando todos sus bienes y murió sin nada; tremendo, un tipo que marcó la historia en todo sentido. Se dice que los moldes originales de Eva los tenía él”. Mamá Legrand “Con Mirtha Legrand empezamos una relación muy estrecha. En ese momento no hacía televisión, pero igual ella estaba en todos lados. Todos los días la tenía en mi casa. A las ocho de la mañana me llamaba: ‘Roberto, tenés que mudarte de ese departamento’. ‘Sí, pero ahora no tengo plata’, le contestaba. ‘Bueno, pero hacé algo y mudáte a otro lugar. Tenés que vestir novias y ganarte a la colectividad judía, que hace grandes fiestas, porque ahí está el dinero’, me decía, muy madraza. Llegó a tener mucha confianza. Ella llegaba a mi departamento, y si yo no estaba o estaba durmiendo, le decía al portero que abra la puerta, que debía entrar. En general cuando aparecía yo había estado toda la noche en algún boliche, porque salía de lunes a lunes, me drogaba y hacía el amor con todo el mundo. Estaba en pleno acto sexual y llegaba la señora. Tocaba el timbre, tenía que levantarme, ponerme una bata y atenderla...”.

El primer abuso sexual. “Ricardo Juan es mi hermano mayor. Era lindo, poseso y psicópata, hermosísimo, el más lindo de toda la familia, el que heredó toda la belleza de mi madre. Alto, de ojos verdes, pelo rubión castaño, una nariz y cara perfectas, elegante, buen cuerpo, muy gentil, caballero, voz muy bien puesta y hablar correcto. Muy seductor, capaz de seducir hasta a un perro. Estaban todos muertos con él, minas, tipos, viejas. La primera vez la recuerdo claramente: su olor, textura, sabor, sensación. Creo que tenía seis años y él veintiuno. Fue después de una fiesta, hacía mucho calor y la humedad era insoportable. Me llevó al fondo de la casa. Había una cama. Me ponía nervioso y me decía ‘sh, sh’. Cuando dormía en la habitación de él no quería que me moviera. Cerró la puerta con llave y se aseguró de que todos estuvieran durmiendo. Mamá le había regalado una pollera a una mucama, era de campana plato, floreada, con rosas, de seda natural. Estaba nervioso porque era de noche y yo no quería jugar. ‘Sí, vamos a jugar, y si no te callás vas a ver lo que te va a pasar’, me decía. Me puso la pollera, despacio. Primero me sentó y coronó su determinación abriendo su bragueta. Asumí que los mayores enseñan a los pequeños y que el juego de la carne era indistinto para quien lo jugase”.

El adiós a mamá “Celina Catalina Foradini –Chela–, mi mamá, venía seguido a Buenos Aires. Eran los días en que preparábamos nuestro viaje a Roma. Por primera vez vendría conmigo al exterior. Mamá y su Roberto en Roma, presentando un desfile. Era un sueño dorado. Una noche teníamos una fiesta y mamá no quiso ir. Estaba decaída, pero asumí que la embargaba esa tristeza sosegada de la resignación de saber que papá estaba con su amante en la casa de Santa Fe. Ella lo sabía y callaba. Ese mismo día, al mediodía, Susana Giménez me había invitado a mostrar la moda tango que llevaríamos a Roma. Mamá estaba feliz, tocaba el cielo con las manos, era un pavo real y llamaba a sus hermanas: ‘¿Vieron a Robert? Sí, era Susana. Ay, Clemen, ¿viste qué ropa? Aquí es todo de lujo, una belleza. Y Susana y Mirtha vienen siempre a casa a comprarse ropa. Salimos a Roma la semana que viene. Bueno mi amor, te dejo, besos’... A la tarde salí para el desfile: ‘Robert, abrigate que hace frío’. Fueron las últimas palabras que escuché de su boca. Llegué a mi maison a las tres de la mañana y estaba iluminada. En la puerta estaba el custodio. ‘¿Qué pasó?’, grité. ‘Su madre sufrió un ataque, está en el Pirovano’, me dijo... Después llegó la comitiva familiar: mi papá y mis hermanos. Mi hermano Raúl se había peleado con mi padre porque cuando fue a avisarle estaba en la cama con su amante y se agarraron. Papá me ve y me dice: ‘¿Estás seguro que lo que hiciste está bien? ¿No será para vender los órganos?’ ‘¡Qué h... de p...!’, pensé. Los demás me contuvieron. Mamá había muerto”.

Instinto suicida “Hacía un mes que prepara mi suicidio: le había escrito una carta a mi hermano Raúl, a mi mamá, a mi cuñada, diciéndoles que no aguantaba más, que no quería seguir viviendo, que iba a matarme. Le había robado a mi viejo dos o tres frascos de pastillas. Me tomé el de Valium, y no me morí, pero nadie hizo nada. Me desperté a la semana y mi familia no habló del tema. El abuso sexual fue el núcleo, pero nadie me hablaba, lo único en lo que estaban preocupados mi mamá y mi papá era en que yo adelgace. No tenía ningún problema, era gordo porque estaba ansioso. También me hicieron un tratamiento para ver si tenía más hormonas femeninas que masculinas. No tenía hormonas femeninas, soy hombre. En esa época mamá se convirtió en alcohólica. Cuando me quise matar por segunda vez estaba solo. Mamá no dijo nada. No levantó la vista de la tabla con cebollas picadas.”

La colimba. “Todos los días me bañaba a las seis y a las seis y media estaba esperando el colectivo. En Mar del Plata la prostitución estaba a full, y yo, para conseguir guita, era taxi boy. Con un amigo nos levantábamos a los viejos. No teníamos un mango, mamá en casa tampoco, y el sueldo en la colimba era de 125 pesos, o sea, nada. Me iba al centro vestido de colimba y me levantaba a cualquiera”.

El cáncer: su gran susto “Las desgracias ya habían comenzado cuando aún permanecía en la maison. Una noche estaba todavía con Charlie –mi pareja–, año 1989, y me dolía mucho el estómago. En la clínica me vio un médico, me internó, y empezó un vía crucis fatal. La hemorragia no paraba. Me detectaron un tumor maligno en el colon. Toda mi vida se desmoronaba. Me hacen más análisis, me revisan el hígado y el estómago, me operan, lo sacan, me hacen un ano contra natura, ¡y me salvé! Ese calvario duró casi un año: un día no había remedio y me iba a morir, y al otro día parecía que me salvaba. Tuve un ataque depresivo. Sentí el límite entre la vida y la muerte. No me tiré del balcón por cobarde, quería matarme sin dolor... Ya era de noche, la casa tenía un primer piso muy alto y me quise colgar de una soga. Me la até al cuello y a los barrotes, me di vuelta para el lado del vacío, y ahí estuve mirando el piso durante diez minutos. Tenía miedo, me acobardé, pero de tan drogado que estaba podría haberme resbalado y caer al vacío. Tenía intenciones de matarme. Fui a la cocina, cerré las puertas, las sellé con trapos, abrí el gas y me tiré a dormir junto a la cocina, pensando que durante la noche me iba a morir. Me salvé de milagro, porque la mucama había dejado abierta la ventana de la cocina, y todo el gas salió por ahí. Me desperté drogado, intoxicado. Ese fue mi último intento de suicidio. Pese a todo, hoy soy feliz, pero estuve al borde de la locura y de la muerte”.


Miguel Braillard
Fotos: Atlántida, álbum de Piazza y Editorial Planeta.
© Copyright 2005 Atlántida Digital / Revista GENTE

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