miércoles, 8 de febrero de 2006

Los putos de Peron


¿Que es difícil ser gay en la Argentina de hoy? Que te discriminan en pleno S XXI?
Por estos días me puse a leer diarios viejos, pero viejos en serio, del 40 y también a mirar revistas como “El Hogar” y “El Mundo” las prehistóricas a “Hola” y “Caras”, no hay nada nuevo, uno se da cuenta que siempre se quiso cuidar la imagen de la afamada “Familia Argentina”. ¿Pero a que precio? Solo cambian los personajes, bolonquis hubo en todas las épocas y se ve que en el ’42 eran sumamente necesarios, basta con mirar los diarios porteños de Septiembre y Octubre de 1942. Revelaban un escándalo en el que estaban implicados los cadetes del Colegio Militar. Un grupo de homosexuales utilizaban como "señuelo" a una "joven de gran belleza" conocida como Sonia (19 años). La mujer entablaba conversación con los cadetes que la abordaban, y en la creencia de que tendrían relaciones sexuales con ella aceptaban ser llevados por ella a un departamento donde una vez allí, la joven desaparecía, dejándolos con un hombre, el cual les revelaba la verdad y les proponía tener relaciones con hombres. Mientras que muchos jóvenes se retiraban, otros aceptaban el cambio. A estos últimos se los fotografiaba desnudos, pero con algún elemento del uniforme que revelara su condición de cadete, para ser usado en caso de que alguno decidiera denunciarlos. Un cadete que no había aceptado intervenir, denunció el hecho ante los superiores. Los diarios del 30 y 31 de Octubre publicaron nombres y apellidos de 33 civiles que habían sido detenidos "en altas horas de la noche" en "distintos focos de corrupción donde sujetos amorales se reunían en pretendidas ‘fiestas’" secuestrándose además 170 fotografías. De las crónicas se desprende la "inocencia" de los jóvenes cadetes ante la astucia de los "amorales" que organizaban estos "antros de perversión" y "habían provocado la desviación de los cadetes". El temor y rechazo a la homosexualidad por parte de los porteños no sólo se revela en estas crónicas, sino también en los sucesos que fueron protagonizados los Sábados 26 de Septiembre y 3 de Octubre por la noche, poco tiempo después de haberse conocido los hechos. En la noche del 26 muchos civiles habían "hecho víctimas de sus bromas y vejámenes a los otros mil cadetes que nada tuvieron que ver en el desgraciado episodio". Razón por la cual se habían armado escándalos e intercambio de insultos en el centro de la ciudad. Evidentemente los cadetes no toleraron las bromas homofóbicas de los civiles y la noche del Sábado 3 transitaban en pequeños grupos que provocaban a los transeúntes, agrediendo a quienes los observaban y entregándolos detenidos a la policía. Un grupo de 15 cadetes atacó a un menor que, según ellos, "los había mirado sonriente". El muchacho fue lesionado y la policía se limitó a detener al menor sin tomar ninguna medida contra los agresores. Las bromas de los civiles y las batallas campales que se sucedieron en varios lugares provocadas por los cadetes, dan una idea de los sentimientos que provocaban la homosexualidad; y nos permiten corroborar el peso que dichas representaciones simbólicas tienen en las mentalidades y comportamientos de los actores sociales, quienes quedan aprisionados por aquéllas.

El miedo a la homosexualidad, conjuntamente con las advertencias acerca del peligro de larga convivencia de personas del mismo sexo produjo que el gobierno militar de 1944 sancionara un decreto que modificaba la Ley de Profilaxis Social con el fin de permitir la instalación de burdeles cerca de los cuarteles. Entre otros firmaron el decreto, el futuro presidente Perón (1946 a 1955).

El 30 de diciembre de 1954 firmó un decreto legalizando los burdeles municipales.
Aunque muchos pensaban que formaba parte de su ataque contra la Iglesia Católica dicho decreto estaba en consonancia con el de 1944 y fundamentado por los funcionarios de la secretaría de Salud Pública.

Entre otros artículos, se publica uno del doctor Nicolás Greco (Profesor Honorario de las Facultades de Ciencias Médicas de Bs. As. y de La Plata) que promueve la legalización de la prostitución citando a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, como lo habían hecho los concejales de la ciudad en 1869. Por otro lado, responsabiliza a la ley que abolió los prostíbulos, de provocar a: "el hombre, imposibilitado en cierta época de su vida de constituir familia, un serio problema social para sus relaciones intersexuales, recurriendo (...) a recursos artificiales como la masturbación o las perversiones sexuales, es decir, la homosexualidad o pederastia en el hombre o al tribadismo o safismo en la mujer, la que también tiene necesidad de satisfacer su instinto sexual haciéndolo entre ellas cuando no lo puede hacer con el hombre. Otros recursos de perversión sexual como el beso genital o la bestialidad concluyen, como la inversión sexual y la masturbación, en el debilitamiento orgánico y mental tanto del hombre como de la mujer, en los cuales se observan estados de postración, de alteraciones nerviosas y psicopáticas diversas".

Los tiempos han cambiado, pero igual parece que lo homosexual no encuentra todavía, su cara o su imagen. Hoy pareciera que es POLITICAMENTE CORRECTO hablar del sector gay ya que en realidad este es un área rentable para todos aquellos que quieran lucrar, cabe preguntarse si de verdad los ciudadanos comunes se han vuelto más democráticos y tolerantes (cosa que la realidad cotidiana tiende a desmentir), o si son los propios gays y lesbianas los que han salido a la calle, obligando al sistema a tenerlos en cuenta. Más aun: podría pensarse que, lejos de todo altruismo progresista, los medios sólo quieren conquistar a una nueva franja de consumidores que actualmente opta por otro circuito, cerrado en sí mismo. Esta última sospecha deja de parecer paranoica si se considera que el circuito gay -con sus publicaciones, sus discotecas, sus agencias de viajes, etcétera- es económicamente muy poderoso, y que muchos de los gays y las lesbianas de clase media, por no tener familias a su cargo, gozan de un poder adquisitivo notablemente más alto que los "héteros" de su misma edad.

Los años han pasado, terribles malvados: de Peron a Garcia Linera (vicepresidente de Bolivia)

Igualmente algo esta cambiando en la región, menos visible -pero no menos interesante- que el fenómeno de Evo Morales y de Michelle Bachelet - es la llegada al poder Ejecutivo de Bolivia del sociólogo Alvaro García Linera. Un intelectual “fino”.

El vicepresidente electo es gay. Esta circunstancia ha dado lugar a expresiones de la derecha boliviana que podrían resumirse en la expresión:

¡Dios mío, estamos en manos de un indio y de un gay!

La llegada al poder de una mujer, de un indígena y de un gay muestran un avance en nuestras democracias, en nuestra mentalidad y en nuestras concepciones morales y un retroceso del machismo, la discriminación y las exclusiones que han sido una lacra en la región por centurias y que sólo a partir del siglo XX han comenzado a removerse.

Es claro Michelle Bachelet no ha ganado sólo por ser mujer sino por virtudes cívicas y políticas que ya se pusieron de manifiesto en el coraje con el que enfrentó a la dictadura de Pinochet. Por su parte Evo Morales no tiene sólo como base de poder su condición de indígena sino que ésta se constituye en emblemática a partir de su paradigmática lucha como líder cocalero. Alvaro García Linera no ha sido un activista o militante por los derechos de los gays sino que se destaca como un aguerrido político indigenista y un sociólogo brillante que aporta estrategia lúcida y reflexión profunda al espíritu revolucionario y combativo de Evo Morales.

En la época de Perón, esto no hubiera ocurrido. Porque antaño en nuestras sociedades -más allá de sus méritos- ni Morales ni García Linera, ni Bachelet (quien cumplió el sueño de Eva Perón al llegar a la máxima candidatura a la que en su época ni ella –Evita- pudo acceder) hubieran podido suscribir al poder. Simplemente porque éste no era un espacio que pudieran ocupar -en aquellas sociedades excluyentes y machistas- un indio, una mujer o un gay.


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El amor tiene cara de varón


Historias de amor entre hombres en pantalla hubo –hay– muy pocas. Sí, desde los comienzos de Hollywood existe el estereotipo afeminado motivo de burla y las relaciones inequívocamente homoeróticas. Pero vía Código Hays y Legión de la Decencia, era imposible representar el amor homosexual masculino en el cine. Aunque los autores se las arreglaban. Gore Vidal en el documental The Celluloid Closet explica: “Los guionistas nos volvimos muy buenos con el subtexto”. Y cuenta cómo pergeñó Ben-Hur. Entre él y el director William Wyler decidieron que Massala y Ben-Hur habían sido amantes en la juventud. Pero jamás lo dijeron en el guión. En cambio, crearon esa sugerente escena donde Ben-Hur tira una jabalina, se abraza con Massala (“Después de tantos años todavía tan cerca, en todo sentido”, se dicen) y luego beben de copones con los brazos entrelazados.

Ah, y jamás le hablaron de semejante subtexto al ultraconservador Charlton Heston.

Hay más ejemplos. El enamoramiento de Plato (Sal Mineo) con Jimmy (James Dean) en Rebelde sin causa. La depresión de Bick (Paul Newman) después de la muerte de su amigo en La gata sobre el tejado de zinc caliente, tan profunda que no puede tocarle un pelo a la despampanante Liz Taylor. El juego con las pistolas de Montgomery Clift y Walter Brennan en Río Rojo (los actores sabían lo que estaban haciendo). El final de Una Eva y dos Adanes, cuando Jack Lemmon confiesa que es un hombre y el conductor de la lancha le dice: “Bueno, nadie es perfecto”. Pero lo que se dice amor, poco. Los estereotipos fueron los del homosexual trágico condenado al suicidio o la muerte, desde Cruising hasta Filadelfia. Sin embargo, hay excepciones, dentro y fuera de Hollywood. Aquí, una selección arbitraria, donde quedan afuera clásicos como La ley del deseo (1987, de Pedro Almodóvar), El beso de la mujer araña (1985, Héctor Babenco), El juego de las lágrimas (1992, Neil Jordan), o biografías de grandes hombres gays como Susurros en tus oídos (de Stephen Frears, sobre Joe Orton) o Wilde, (Brian Gilbert). ¿Por qué? Puro capricho.

1 Happy Together (1997)
El director Wong Kar-Wai dijo alguna vez que la relación de Lai-Yiu Fai (Tony Leung, de Con ánimo de amar y Héroe) con Ho Po-Wing (Leslie Cheung, de Adiós mi concubina) se parece a la de los adictos que saben lo dañino del hábito, pero no pueden abandonarlo. Los amantes llegan desde Hong Kong a la Argentina para comenzar de nuevo su quebrantada relación, pero todo se derrumba cuando Ho empieza a trabajar como taxi boy y Lai como portero de una tanguería. Apenas se ven. Sin embargo, siguen buscándose, como en la memorable escena en que Ho se recupera en la habitación de Lai después de haber sido golpeado por un amante. Buenos Aires nunca se vio tan hermosa y tan extraña; Kar-Wai la filmó inspirado en su fascinación por Manuel Puig, y de hecho quiso titular la película The Buenos Aires Affair. Como suele suceder con Kar-Wai, Happy Together es un ejercicio de estilo, pero también una crónica desgarradora de esas largas y dolorosas rupturas, llenas de ansiedad y descontento.

2 Mi mundo privado (1992)
Jack (Keanu Reeves) y Mike (River Phoenix) son dos taxi boys que hacen la calle en Portland. Pero son muy distintos. Jack es hijo del alcalde, y sus días clandestinos están contados; Mike no tiene a nadie, sufre de narcolepsia y viaja por el país en busca de su madre. Cuando la película de Gus van Sant se convierte en road movie, y los protagonistas en compañeros de ruta, llega la gran escena romántica del amor no consumado: al lado de una fogata, Mike susurra que quiere besar a Jack, y agrega: “Yo podría amar a alguien aunque no me pague. Te amo, y no me pagás”. Y, mucho más tarde, la traición. Una impresionante actuación de River Phoenix, que murió poco después.

3 La jaula de las locas (1975)
Albin (Michel Serrault) y Renato (Ugo Tognazzi) viven en St. Tropez y regentean un boliche, la Jaula de las Locas. La vida transcurre feliz, entre los arrebatos de Albin y la falsa dureza de Renato: son un verdadero matrimonio añoso. Pero cuando el hijo de Renato decide casarse con la hija del representante de un partido de ultraderecha, empiezan los problemas. Que se resuelven con una cena en la que Albin hará su mejor actuación como madre. La escena más romántica: cuando el exagerado Albin decide suicidarse (de mentiritas), Renato lo sigue y en una estación de tren le dice: “Ya no sos atractivo y sos sinceramente irritable, pero me hacés reír. Y si te morís, yo me compro una parcela al lado tuyo”. La remake norteamericana, con Robin Williams y Nathan Lane, es igual de buena.

4 Velvet Goldmine (1998)
Fábula sobre el glam rock de Todd Haynes con romance apasionado entre dos estrellas de rock, inspirada en la relación entre David Bowie e Iggy Pop: Brian Slade (Jonathan Rhys Meyers, de Match Point, la de Woody Allen que se estrena en febrero) y Curt Wild (Ewan McGregor), los amantes, comienzan su relación como una mascarada, casi un golpe publicitario; pero cuando se enamoran de verdad la fachada de Brian se derrumba, y no puede continuar con algo tan apasionado y tan real. El beso en silencio y primerísimo plano de los actores es antológico. Y hay mucho más: el joven Brian llevándose a la cama a un niño de escuela, Curt teniendo sexo con su fan (Christian Bale, el nuevo Batman) en la terraza... Pero cuando Curt canta para su amante perdido “Gimme Danger” de Iggy & The Stooges, la intensidad es mucho más erótica que cualquier escena de sexo explícito.

5 Ropa limpia, negocios sucios (1985)
Stephen Frears vuelve a investigar las relaciones entre paquistaníes en Londres y nativos, con guión de Hanif Kureishi, pero desde una perspectiva distinta: esta vez, un skinhead llamado Johnny (jovencísimo Daniel Day-Lewis) se enamora, casi contra su voluntad, de Omar (Gordon Warnecke), heredero de una cadena de lavanderías. Costumbrismo, conflictos raciales y sexo muy cachondo en un clásico de los ’80.

6 Midnight Cowboy (1969)
Nunca hay sexo entre los desgraciados protagonistas, pero la película de John Schlesinger que ganó el Oscar es una de las más impresionantes historias de amor entre hombres de la historia del cine. El cándido Joe Buck (Jon Voight) llega a Nueva York desde la América profunda con pretensiones de gigoló, pero enseguida descubre que todo lo que le queda es ser taxi boy. Conoce y de alguna manera protege a Ritzo Ratso (Dustin Hoffman), casi un homeless, muy enfermo, con problemas motrices, y estafador de poca monta. Y se quedan juntos porque poco más tienen en el mundo.

7 Priscilla, la reina del desierto (1994)
Dos drag queens y una transexual cruzan el desierto australiano a bordo de un ómnibus alquilado para hacer un show en Alice Springs. Bernardette (Terrence Stamp) acaba de enviudar; Mitzi (Hugo Weaving, el Sr. Smith de The Matrix y Elrond de El señor de los anillos) es gay, pero en sus años mozos tuvo un hijo, a cuyo encuentro va, en secreto. Adam/Felicia (Guy Pearce, de Memento) es frívolo, gritón, arriesgado y fan de Abba. Los tres se adoran y se protegen, pero la historia de amor romántico aparece con la figura de Bob, un típico duro sesentón del Territorio Norte australiano que cede a los encantos de Bernardette; en una sugerente escena, se bañan juntos y la camisa blanca que usa Stamp insinúa sus senos. Clásico gays “positivo” –casi militante– y clásico del cine australiano con dirección de Stephan Elliot.

8 Tarde de perros (1975)
La película de Sidney Lumet es sobre un robo a un banco, pero lo curioso son los motivos del robo: Sonny (Al Pacino) lo hace para poder pagarle una operación de cambio de sexo a su amante, Leon. Lo acompaña en el golpe su amigo Sal (John Cazale). La película es divertidísima y energética (Pacino compone a un maníaco encantador). La mejor y más reveladora línea es la que pronuncia Sal: “Sonny, en la tele están diciendo que hay dos homosexuales acá en el banco... Y yo no soy homosexual”.

9 Making Love (1982)
Como obra cinematográfica, la película de Arthur Hiller es muy menor, casi un docudrama para televisión. Pero en el año de su estreno fue un escándalo (en Miami, por ejemplo, casi toda la sala se levantó y se fue en el momento del beso). Un hombre, casado desde hace diez años, conoce a otro, descubre que es gay y abandona a su mujer. Los personajes masculinos fueron pensados para Michael Douglas y Harrison Ford, pero ninguno de los dos se atrevió, y tuvieron que conformarse con los desconocidos Michael Ontkean (el casado) y Harry Hamlin (el gay). Uno de los besos gays más famosos, una escena de sexo bastante explícita, y una representación realista de la homosexualidad.

10 El banquete de bodas (1993) La primera película de tema gay de Ang Lee –el hombre siempre supo de qué se trata– es una reescritura contemporánea y multicultural de La jaula de las locas. Wai-Tung (Winston Chao), un inmigrante taiwanés, vive con su pareja Simon (Mitchell Lichtenstein) en un amplio departamento neoyorquino; viven de rentas, alquilan lofts. Son felices y tienen dinero. Pero los padres de Wai-Tung quieren un nieto; y Simon, para que los dejen tranquilos, ofrece fingir una boda conveniente: una inquilina china, Wei Wei (Mary Chin) no puede pagar y planea volver a China. Un casamiento, entonces, parece la solución. Una película pequeña y tierna, muy simpática.

Mariana Enriquez

Hombres enamorados


El estreno de Brokeback Mountain es inusual en muchos sentidos: es la primera vez que Hollywood financia una historia de amor explícita entre cowboys; es la primera vez en mucho tiempo que una escritora de primera línea queda satisfecha con la adaptación de un relato suyo a la pantalla, y es la primera vez que una historia de amor gay es considerada lisa y llanamente una historia de amor. A continuación, el gran escritor David Leavitt explica por qué Secreto en la montaña no es una película gay; y Annie Proulx, la autora del cuento, explica las inusitadas repercusiones que tuvo su publicación y celebra su adaptación.

El gran amor, en las historias sobre hombres, suele ser un engaño, una causa perdida o una quimera. En Brokeback Mountain –la conmovedora adaptación del cuento de Annie Proulx realizada por Ang Lee–, en cambio, es exactamente lo que reza el slogan de la película: una fuerza de la naturaleza. Arriando ovejas en una montaña de Wyoming, dos pobres cowboys se encuentran de pronto atrapados en una pasión mutua que no tienen idea cómo nombrar, mucho menos cómo manejar. Ninguno de los dos se considera “marica”. Por el contrario, es la montaña la que recibe tanto el crédito como la culpa por el affaire que durante los siguientes veinte años revestirá sus vidas con una grandeza intermitente, aunque también los hundirá en los abismos. Ahora bien, ¿es Brokeback Mountain la primera película de amor gay filmada por Hollywood, como tanto se ha afirmado? La respuesta –y esto es muy positivo, creo– es: sí en lo que respecta a la historia de amor, y no a lo de gay. Que se entienda: esta película es tan franca en su retrato del sexo entre hombres como en el uso de las convenciones cinematográficas de romances a la vieja usanza. Sus estrellas son inapelablemente glamorosas. Jake Gyllenhaal y sus ojos enormes están muy lejos del pequeño y desdentado Jack Twist de Proulx; y el rubio Heath Ledger no se acerca siquiera al Ennis Del Mar “desgarbado y de pecho hundido” descripto en el cuento. Ni siquiera en esos momentos en los que Gyllenhaal y Ledger, con sus jeans a medida y sus camisas planchadas, parecen modelos de Wrangler más que un par de adolescentes demasiado pobres para comprarse botas nuevas, la película parece sintética (como la abismal Making Love, el clásico gay de 1982) ni tonta (como el porno gay). Por el contrario, la presencia de sus estrellas le facilita a Lee un medio para dar vida cinematográfica a algo que en esencia es un panegírico de la masculinidad.

Y la película es masculina. La deslumbrante actuación de Ledger revela una inesperada ternura en un personaje más proclive a expresar sus emociones a través de la violencia que de las palabras. Su Ennis Del Mar es tan monolítico como el paisaje montañoso en el que –con la misma rapidez, brutalidad y precisión que exhibe al dispararle a un alce– se coge a Jack Twist por primera vez. (“El arma dispara”, gruñe Jack como respuesta –en el cuento, no en la película–.) La sorpresa que el affaire despierta en Ennis –por sus inconvenientes tanto como por su intensidad– refleja una humildad fundamental que choca con los deseos de Jack por tomar riesgos. Es Jack quien propone una y otra vez la convivencia, un plan que naufraga ante el pragmatismo de Ennis (por no hablar de su miedo), incluso después que su esposa Alma se divorcia de él.

En cambio Ennis limita la relación a viajes de caza y pesca, dos o tres veces al año. Es como si creyera que no se merecen algo mejor. En cuanto a Jack, la misma altanería que lo hace soñar con una “vida dulce” con Ennis lo lleva a buscar sexo con otros hombres a pesar de su propio matrimonio –opción que Ennis nunca contempla–. En una escena clave, Jack, decepcionado al saber que, aun después de su divorcio, Ennis no tiene intenciones de comenzar una vida a su lado, maneja hasta un pobre simulacro de Juárez, donde se levanta a un prostituto y desaparece con él en la oscuridad de un callejón. La escena es perturbadora porque presenta un brutal contraste entre el exaltado amor de Jack y la imagen de Ennis en la montaña. Por unos segundos, vemos el paisaje urbano que era el escenario de las películas gay que, en las grandes ciudades, se proyectaban en el mismo momento en que la escena tiene lugar; películas como Nighthawks y Taxi zum Klo, en las que la promiscuidad sexual es al mismo tiempo celebrada como una forma de liberación y lamentada como el pálido sustituto de una conexión significativa.

No hace falta decir que Brokeback Mountain es una película completamente diferente. Quizás hace falta una mujer para crear una historia en la que dos hombres experimentan el sexo y el amor como un único rayo que los une de por vida; ciertamente, el cuento de Proulx está muy lejos de novelas gay canónicas como The Farewell Symphony, de Edmund White, o The Swimming Pool Library, de Allan Hollinghurst, que poetizan la promiscuidad urbana y las aventuras sexuales. Proulx, en cambio, exalta la pareja al relacionarla con la naturaleza. Su narración, con ecos de western, es elíptica, manejada por un motor tan impredecible como el que hace funcionar el problemático camión de Jack Twist, con el resultado de que a veces retrocede a escenas que un escritor más convencional hubiera puesto en el centro y al frente.

Aunque Brokeback Mountain puede contener el germen de un romance de Hollywood, es cualquier cosa menos convencional. Es cierto, los guionistas Larry McMurtry y Diana Ossana plancharon las rarezas de Proulx, pero no eliminaron sus excentricidades; en cambio, encontraron un paralelo cinemático en su apropiación de las convenciones hollywoodenses sobre la masculinidad. Es así, particularmente en la última mitad del film, que alterna escenas de malestar doméstico cotidiano (y los raros triunfos emocionales) con los viajes que Jack y Ennis hacen juntos a la montaña, durante los cuales, mientras envejecen, el sexo queda relegado y queda lo que puede ser descripto como una especie de calma conyugal. Lo que ambos hombres quieren, queda claro, es lo que Ennis teme tener: la constancia y la compañía mutua. Hacia el final, el Ennis de Ledger tiene achaques físicos y el Jack de Gyllenhaal ha desarrollado una barriga y un gran bigote. El resultado es la defensa del casamiento gay, defensa más elocuente aún en su evasión de las banalidades implicadas en la palabra “gay”.

De hecho, con la excepción de la escena en Juárez, nada en Brokeback Mountain grita “gay”. Ninguno de los héroes esquiva el sexo con mujeres. En cambio, simplemente señalan que prefieren el sexo entre ellos. En el cuento, Ennis le pregunta a Jack: “¿Esto le pasa a otra gente?”, y Jack contesta: “No pasa en Wyoming y si pasa no sé qué hacen, a lo mejor se van a Denver”. Es interesante que los guionistas hayan dejado fuera de la película esta única mención de un posible refugio urbano, cuyo punto parece ser menos subvertir las convenciones del lazo masculino que extenderlas. “Amante” es una palabra que Ennis y Jack jamás pronuncian. Usan “amigo”. Cuando se besan, se chocan los dientes. El respeto por algún pesado ideal de lucha masculina subyace y al mismo tiempo interrumpe su habilidad de amarse el uno al otro: una idea que Ledger en particular consigue al vestir su actuación de una ternura seca y reticente, la de las estrellas de los westerns de los años ’50. Su estoicismo lleva adelante la película, y nunca de forma tan emotiva como cuando murmura su línea fundamental: “Si no se puede arreglar, hay que soportarlo”.

¿El hecho de que ninguno de los personajes principales de Brokeback Mountain sea abiertamente gay tiene algo que ver con la feliz resistencia de la película a destilar clichés del cine gay? Quizá. En cualquier caso. McMurtry, Ossana y Lee merecen tanto crédito por su tenacidad (les tomó siete años hacer la película), como por la habilidad para traducir la deprimente y oscura narración de Proulx en un film con un aire épico que sin embargo se las arregla para ser afectivamente idiosincrático en su retrato de dos hombres enamorados. En definitiva, Brokeback Mountain es menos una historia de un amor que no se atreve a decir su nombre que la de uno que no sabe cómo decir su nombre, y es de alguna manera más elocuente en su falta de vocabulario. Ascendiendo desde chaturas donde viven vidas de humillación rutinaria, Ennis y Jack se convierten en los héroes ingenuos de una historia que no tienen idea de cómo contar. El mundo les rompe las espaldas, pero en esta valiente película son tan icónicos como la montaña.
David Leavitt

El norteamericano David Leavitt es el escritor gay canónico de las nuevas generaciones, autor de libros como El lenguaje perdido de las grúas, Baile en familia, Amores iguales, Mientras Inglaterra duerme (todos editados en castellano por Anagrama), entre otros.

La autora del relato cuenta las dificultades de escribirlo y cuáles fueron las repercusiones entre los vaqueros de Wyoming:
Annie Proulx

El principio de los ’60 parecía el período adecuado para ambientar el relato. Los personajes tenían que haber crecido en ranchos áridos y aislados y ser claramente homófobos, especialmente el personaje de Ennis. Ambos querían ser vaqueros, formar parte del gran mito del Oeste, pero las cosas no salieron como querían. Ennis nunca llegó a ser más que un rudo peón de rancho, y Jack Twist eligió el rodeo como expresión de su espíritu vaquero. Ninguno de los dos llegó a destacar y se conocieron pastoreando ovejas, animales que la mayoría de los auténticos vaqueros desprecia. Aunque no eran verdaderamente vaqueros (los que trabajan en los ranchos utilizan a menudo la palabra vaquero con sorna), los críticos urbanos lo etiquetaron como un cuento sobre dos vaqueros gays. No. Es una historia sobre la destructiva homofobia rural. Aunque hay muchos lugares en Wyoming en los que hombres gays han vivido y siguen viviendo en armonía con la comunidad, no hay que olvidar que en 1998, un año después de que se publicara este relato, ataron a Mattew Shepert a una cerca de las afueras de la ciudad más culta del Estado, Laramie, la sede de la Universidad de Wyoming. También hay que pensar que Wyoming tiene la tasa de suicidios más alta del país y que entre las personas que se matan predominan los hombres solteros de avanzada edad.

Me pareció que la única base posible para esta historia era el amor, algo que todos los humanos necesitamos recibir y dar, sea a nuestros hijos, a nuestros padres o a un amante del otro o del mismo sexo. Quería explorar el amor duradero y el alto precio que se puede pagar por él, el rechazo homófobo y la no aceptación de uno mismo. Sabía que era una historia cargada de tabúes, pero me sentía empujada a escribirla.

En los meses siguientes, a medida que trabajaba la historia, las escenas aparecían y desaparecían (corregí el relato más de 60 veces). El encuentro en la montaña tenía que ser, podríamos decir, seminal y breve. Una primavera, años antes, estuve en los Big Horns y en la distancia vi rebaños de ovejas sobre las grandes laderas vacías. Desde las alturas podían abarcarse centenares de kilómetros. En unas montañas tan aisladas, alejados de comentarios oprobiosos y de ojos vigilantes, pensé que sería creíble que se diera una situación sexual entre los personajes. No es nada nuevo o extraordinario; la gente que trabaja con el ganado tiene una comprensión cruda y completa del comportamiento sexual del hombre y la bestia. Una situación de soledad en las alturas, un par de tipos, a veces se impone el sentido práctico, nadie tiene por qué hablar de ello y así son las cosas. Un viejo ranchero de ovejas, ya muerto, decía que siempre mandaba a dos hombres a cuidar de las ovejas: “Así, si se sienten solos, se pueden coger el uno al otro”. Visto así, Aguirre, el hombre que los contrató, podría haber guiñado el ojo y no haber dicho nada, y el comentario de Ennis a Jack de que aquello no iba a repetirse podría haber sido cierto. El factor que lo complica todo es que entre ellos surgió un amor de los que se dan una vez en la vida. Me esforcé en darle profundidad y complejidad a Jack y Ennis y en reflejar la vida real al enfrentar ese amor a las normas sociales que ambos hombres obedecían. Ambos se casan y son padres, aman a sus hijos y, en cierto modo, a sus mujeres.

Muchos gays se casan y tienen hijos y son buenos padres. Como es una historia rural, la familia y los hijos son importantes. La mayoría de las historias (y muchas películas) que he visto sobre relaciones gays tienen lugar en escenarios urbanos, nunca hay niños en ellas. A los gays de pueblo que conozco les gustan los niños, y si no tienen hijos propios suelen tener sobrinos y sobrinas que ocupan un espacio muy grande en sus corazones. El hecho de que ambos personajes se casen con mujeres amplía la historia e introduce a dos jóvenes esposas que, desde su inocencia y feliz confianza, van a recibir unas lecciones verdaderamente duras sobre la vida. Alma y Lureen le dan al relato una dimensión universal, pues los hombres y las mujeres se necesitan, a veces de forma inusual.

Este fue un relato difícil de escribir; a veces me llevó semanas encontrar la frase o la descripción adecuada para algunos personajes concretos. La escena más difícil fue el párrafo en el que, estando en la montaña, Ennis abraza a Jack y se mece con él mientras canturrea, un momento en el que se mezcla la pérdida de la infancia y su negativa a reconocer que tiene a un hombre entre sus brazos. Tardé una eternidad en escribir este párrafo exactamente como quería, y puse incontables veces la canción “Spiritual”, del disco de Charlie Haden y Pat Metheny Beyond the Missouri Sky (Short Stories), tratando de dar con las palabras adecuadas. Estaba intentando describir los incipientes sentimientos de Jack y Ennis, la triste imposibilidad de su relación, que para mí hallaba su expresión en esa música. Hasta hoy soy incapaz de escuchar esa canción sin que Jack y Ennis aparezcan ante mis ojos. Los retazos con los que se construye una historia provienen de muchos armarios.

Yo era una escritora que se estaba haciendo mayor, que se había casado demasiadas veces y, aunque tenía algunos amigos gays, había ciertas cosas sobre las que tenía dudas. Hablé con un ranchero de ovejas para asegurarme de que era históricamente correcto que un par de chicos de rancho blancos cuidaran rebaños a principios de los sesenta. En aquellos años, los trabajos escaseaban en Wyoming y hasta se contrataba a parejas casadas con hijos para pastorear ovejas. Uno de mis más viejos amigos, Tom Watkin, con quien una vez publiqué un periódico de pueblo, estuvo leyendo y comentando el relato a medida que lo escribía. Yo pensaba demasiado en esta historia. Se suponía que era Ennis quien soñaba con Jack, pero yo soñaba con ambos. Aún no me había distanciado del relato cuando se publicó en The New Yorker el 13 de octubre de 1997. Esperaba recibir cartas escandalizadas de personajes religiosos o moralistas, pero en lugar de eso las recibí de hombres, bastantes de los cuales eran peones de rancho de Wyoming y vaqueros y padres que decían: “Has contado mi historia” o “Ahora entiendo lo que ha tenido que pasar mi hijo”. Aún hoy, ocho años después, recibo esas desgarradoras cartas.

Me resultó turbador ver la película. No estaba preparada para el impacto emocional que recibí cuando la vi. Los personajes regresaron estruendosamente a mi cabeza, más grandes y fuertes de lo que jamás habían sido. Ahí estaba el tema que a los escritores no les gusta reconocer: hoy día, el cine puede ser más intenso que la palabra escrita. Sentí que, igual que los antiguos egipcios sacaban el cerebro del cadáver por las fosas nasales con un fino gancho antes de la momificación, el reparto y todo el equipo de la película, empezando por el director, habían entrado en mi mente y extraído imágenes. Tuve esa sensación especialmente con Heath Ledger, que conocía mejor que yo lo que Ennis sentía y pensaba. Su intimista interpretación de ese chico de rancho con una dolorosa necesidad de cariño crece de una forma tan poderosa que asusta. Resulta escalofriante ver situaciones que una ha imaginado en la privacidad de su mente, y ha intentado desesperadamente transmitir a los demás a través de pequeñas marcas negras sobre un papel, alzarse ante una en una experiencia visual deslumbrante. Me di cuenta de que yo, como escritora, estaba experimentando un viaje cinematográfico de lo más infrecuente: no habían destrozado mi historia, sino que la habían agrandado transformándola en apasionantes imágenes que agitaban la mente y encogían el corazón.

Aparte del paisaje, del virtuosismo de las interpretaciones, del extraordinario y sutil trabajo de maquillaje con el que envejecen veinte años a estos dos jóvenes, hay una acumulación de pequeños detalles que le da a la película autenticidad y credibilidad: las uñas sucias de Ennis en una escena amorosa; el viejo cartel de carretera “Límite de Wyoming”, que no se ha visto ahí desde hace décadas; la tripita que le sale a Jack a medida que se hace mayor; la mancha de esmalte de uñas que vemos en el dedo de Lureen durante la dolorosa escena del teléfono; el perfecto peinado texano de su madre; Ennis y Jack compartiendo un porro en lugar de un cigarro en los años setenta; las camisas intercambiadas; la cafetera de esmalte descascarado... se acumulan y nos convencen de la autenticidad de la historia.

La gente tal vez ponga en duda que dos jóvenes se enamoren en unas montañas nevadas, pero todos se creen la cafetera descascarada, y si la cafetera es auténtica, lo demás también lo es.

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