miércoles, 8 de febrero de 2006

Hombres enamorados


El estreno de Brokeback Mountain es inusual en muchos sentidos: es la primera vez que Hollywood financia una historia de amor explícita entre cowboys; es la primera vez en mucho tiempo que una escritora de primera línea queda satisfecha con la adaptación de un relato suyo a la pantalla, y es la primera vez que una historia de amor gay es considerada lisa y llanamente una historia de amor. A continuación, el gran escritor David Leavitt explica por qué Secreto en la montaña no es una película gay; y Annie Proulx, la autora del cuento, explica las inusitadas repercusiones que tuvo su publicación y celebra su adaptación.

El gran amor, en las historias sobre hombres, suele ser un engaño, una causa perdida o una quimera. En Brokeback Mountain –la conmovedora adaptación del cuento de Annie Proulx realizada por Ang Lee–, en cambio, es exactamente lo que reza el slogan de la película: una fuerza de la naturaleza. Arriando ovejas en una montaña de Wyoming, dos pobres cowboys se encuentran de pronto atrapados en una pasión mutua que no tienen idea cómo nombrar, mucho menos cómo manejar. Ninguno de los dos se considera “marica”. Por el contrario, es la montaña la que recibe tanto el crédito como la culpa por el affaire que durante los siguientes veinte años revestirá sus vidas con una grandeza intermitente, aunque también los hundirá en los abismos. Ahora bien, ¿es Brokeback Mountain la primera película de amor gay filmada por Hollywood, como tanto se ha afirmado? La respuesta –y esto es muy positivo, creo– es: sí en lo que respecta a la historia de amor, y no a lo de gay. Que se entienda: esta película es tan franca en su retrato del sexo entre hombres como en el uso de las convenciones cinematográficas de romances a la vieja usanza. Sus estrellas son inapelablemente glamorosas. Jake Gyllenhaal y sus ojos enormes están muy lejos del pequeño y desdentado Jack Twist de Proulx; y el rubio Heath Ledger no se acerca siquiera al Ennis Del Mar “desgarbado y de pecho hundido” descripto en el cuento. Ni siquiera en esos momentos en los que Gyllenhaal y Ledger, con sus jeans a medida y sus camisas planchadas, parecen modelos de Wrangler más que un par de adolescentes demasiado pobres para comprarse botas nuevas, la película parece sintética (como la abismal Making Love, el clásico gay de 1982) ni tonta (como el porno gay). Por el contrario, la presencia de sus estrellas le facilita a Lee un medio para dar vida cinematográfica a algo que en esencia es un panegírico de la masculinidad.

Y la película es masculina. La deslumbrante actuación de Ledger revela una inesperada ternura en un personaje más proclive a expresar sus emociones a través de la violencia que de las palabras. Su Ennis Del Mar es tan monolítico como el paisaje montañoso en el que –con la misma rapidez, brutalidad y precisión que exhibe al dispararle a un alce– se coge a Jack Twist por primera vez. (“El arma dispara”, gruñe Jack como respuesta –en el cuento, no en la película–.) La sorpresa que el affaire despierta en Ennis –por sus inconvenientes tanto como por su intensidad– refleja una humildad fundamental que choca con los deseos de Jack por tomar riesgos. Es Jack quien propone una y otra vez la convivencia, un plan que naufraga ante el pragmatismo de Ennis (por no hablar de su miedo), incluso después que su esposa Alma se divorcia de él.

En cambio Ennis limita la relación a viajes de caza y pesca, dos o tres veces al año. Es como si creyera que no se merecen algo mejor. En cuanto a Jack, la misma altanería que lo hace soñar con una “vida dulce” con Ennis lo lleva a buscar sexo con otros hombres a pesar de su propio matrimonio –opción que Ennis nunca contempla–. En una escena clave, Jack, decepcionado al saber que, aun después de su divorcio, Ennis no tiene intenciones de comenzar una vida a su lado, maneja hasta un pobre simulacro de Juárez, donde se levanta a un prostituto y desaparece con él en la oscuridad de un callejón. La escena es perturbadora porque presenta un brutal contraste entre el exaltado amor de Jack y la imagen de Ennis en la montaña. Por unos segundos, vemos el paisaje urbano que era el escenario de las películas gay que, en las grandes ciudades, se proyectaban en el mismo momento en que la escena tiene lugar; películas como Nighthawks y Taxi zum Klo, en las que la promiscuidad sexual es al mismo tiempo celebrada como una forma de liberación y lamentada como el pálido sustituto de una conexión significativa.

No hace falta decir que Brokeback Mountain es una película completamente diferente. Quizás hace falta una mujer para crear una historia en la que dos hombres experimentan el sexo y el amor como un único rayo que los une de por vida; ciertamente, el cuento de Proulx está muy lejos de novelas gay canónicas como The Farewell Symphony, de Edmund White, o The Swimming Pool Library, de Allan Hollinghurst, que poetizan la promiscuidad urbana y las aventuras sexuales. Proulx, en cambio, exalta la pareja al relacionarla con la naturaleza. Su narración, con ecos de western, es elíptica, manejada por un motor tan impredecible como el que hace funcionar el problemático camión de Jack Twist, con el resultado de que a veces retrocede a escenas que un escritor más convencional hubiera puesto en el centro y al frente.

Aunque Brokeback Mountain puede contener el germen de un romance de Hollywood, es cualquier cosa menos convencional. Es cierto, los guionistas Larry McMurtry y Diana Ossana plancharon las rarezas de Proulx, pero no eliminaron sus excentricidades; en cambio, encontraron un paralelo cinemático en su apropiación de las convenciones hollywoodenses sobre la masculinidad. Es así, particularmente en la última mitad del film, que alterna escenas de malestar doméstico cotidiano (y los raros triunfos emocionales) con los viajes que Jack y Ennis hacen juntos a la montaña, durante los cuales, mientras envejecen, el sexo queda relegado y queda lo que puede ser descripto como una especie de calma conyugal. Lo que ambos hombres quieren, queda claro, es lo que Ennis teme tener: la constancia y la compañía mutua. Hacia el final, el Ennis de Ledger tiene achaques físicos y el Jack de Gyllenhaal ha desarrollado una barriga y un gran bigote. El resultado es la defensa del casamiento gay, defensa más elocuente aún en su evasión de las banalidades implicadas en la palabra “gay”.

De hecho, con la excepción de la escena en Juárez, nada en Brokeback Mountain grita “gay”. Ninguno de los héroes esquiva el sexo con mujeres. En cambio, simplemente señalan que prefieren el sexo entre ellos. En el cuento, Ennis le pregunta a Jack: “¿Esto le pasa a otra gente?”, y Jack contesta: “No pasa en Wyoming y si pasa no sé qué hacen, a lo mejor se van a Denver”. Es interesante que los guionistas hayan dejado fuera de la película esta única mención de un posible refugio urbano, cuyo punto parece ser menos subvertir las convenciones del lazo masculino que extenderlas. “Amante” es una palabra que Ennis y Jack jamás pronuncian. Usan “amigo”. Cuando se besan, se chocan los dientes. El respeto por algún pesado ideal de lucha masculina subyace y al mismo tiempo interrumpe su habilidad de amarse el uno al otro: una idea que Ledger en particular consigue al vestir su actuación de una ternura seca y reticente, la de las estrellas de los westerns de los años ’50. Su estoicismo lleva adelante la película, y nunca de forma tan emotiva como cuando murmura su línea fundamental: “Si no se puede arreglar, hay que soportarlo”.

¿El hecho de que ninguno de los personajes principales de Brokeback Mountain sea abiertamente gay tiene algo que ver con la feliz resistencia de la película a destilar clichés del cine gay? Quizá. En cualquier caso. McMurtry, Ossana y Lee merecen tanto crédito por su tenacidad (les tomó siete años hacer la película), como por la habilidad para traducir la deprimente y oscura narración de Proulx en un film con un aire épico que sin embargo se las arregla para ser afectivamente idiosincrático en su retrato de dos hombres enamorados. En definitiva, Brokeback Mountain es menos una historia de un amor que no se atreve a decir su nombre que la de uno que no sabe cómo decir su nombre, y es de alguna manera más elocuente en su falta de vocabulario. Ascendiendo desde chaturas donde viven vidas de humillación rutinaria, Ennis y Jack se convierten en los héroes ingenuos de una historia que no tienen idea de cómo contar. El mundo les rompe las espaldas, pero en esta valiente película son tan icónicos como la montaña.
David Leavitt

El norteamericano David Leavitt es el escritor gay canónico de las nuevas generaciones, autor de libros como El lenguaje perdido de las grúas, Baile en familia, Amores iguales, Mientras Inglaterra duerme (todos editados en castellano por Anagrama), entre otros.

La autora del relato cuenta las dificultades de escribirlo y cuáles fueron las repercusiones entre los vaqueros de Wyoming:
Annie Proulx

El principio de los ’60 parecía el período adecuado para ambientar el relato. Los personajes tenían que haber crecido en ranchos áridos y aislados y ser claramente homófobos, especialmente el personaje de Ennis. Ambos querían ser vaqueros, formar parte del gran mito del Oeste, pero las cosas no salieron como querían. Ennis nunca llegó a ser más que un rudo peón de rancho, y Jack Twist eligió el rodeo como expresión de su espíritu vaquero. Ninguno de los dos llegó a destacar y se conocieron pastoreando ovejas, animales que la mayoría de los auténticos vaqueros desprecia. Aunque no eran verdaderamente vaqueros (los que trabajan en los ranchos utilizan a menudo la palabra vaquero con sorna), los críticos urbanos lo etiquetaron como un cuento sobre dos vaqueros gays. No. Es una historia sobre la destructiva homofobia rural. Aunque hay muchos lugares en Wyoming en los que hombres gays han vivido y siguen viviendo en armonía con la comunidad, no hay que olvidar que en 1998, un año después de que se publicara este relato, ataron a Mattew Shepert a una cerca de las afueras de la ciudad más culta del Estado, Laramie, la sede de la Universidad de Wyoming. También hay que pensar que Wyoming tiene la tasa de suicidios más alta del país y que entre las personas que se matan predominan los hombres solteros de avanzada edad.

Me pareció que la única base posible para esta historia era el amor, algo que todos los humanos necesitamos recibir y dar, sea a nuestros hijos, a nuestros padres o a un amante del otro o del mismo sexo. Quería explorar el amor duradero y el alto precio que se puede pagar por él, el rechazo homófobo y la no aceptación de uno mismo. Sabía que era una historia cargada de tabúes, pero me sentía empujada a escribirla.

En los meses siguientes, a medida que trabajaba la historia, las escenas aparecían y desaparecían (corregí el relato más de 60 veces). El encuentro en la montaña tenía que ser, podríamos decir, seminal y breve. Una primavera, años antes, estuve en los Big Horns y en la distancia vi rebaños de ovejas sobre las grandes laderas vacías. Desde las alturas podían abarcarse centenares de kilómetros. En unas montañas tan aisladas, alejados de comentarios oprobiosos y de ojos vigilantes, pensé que sería creíble que se diera una situación sexual entre los personajes. No es nada nuevo o extraordinario; la gente que trabaja con el ganado tiene una comprensión cruda y completa del comportamiento sexual del hombre y la bestia. Una situación de soledad en las alturas, un par de tipos, a veces se impone el sentido práctico, nadie tiene por qué hablar de ello y así son las cosas. Un viejo ranchero de ovejas, ya muerto, decía que siempre mandaba a dos hombres a cuidar de las ovejas: “Así, si se sienten solos, se pueden coger el uno al otro”. Visto así, Aguirre, el hombre que los contrató, podría haber guiñado el ojo y no haber dicho nada, y el comentario de Ennis a Jack de que aquello no iba a repetirse podría haber sido cierto. El factor que lo complica todo es que entre ellos surgió un amor de los que se dan una vez en la vida. Me esforcé en darle profundidad y complejidad a Jack y Ennis y en reflejar la vida real al enfrentar ese amor a las normas sociales que ambos hombres obedecían. Ambos se casan y son padres, aman a sus hijos y, en cierto modo, a sus mujeres.

Muchos gays se casan y tienen hijos y son buenos padres. Como es una historia rural, la familia y los hijos son importantes. La mayoría de las historias (y muchas películas) que he visto sobre relaciones gays tienen lugar en escenarios urbanos, nunca hay niños en ellas. A los gays de pueblo que conozco les gustan los niños, y si no tienen hijos propios suelen tener sobrinos y sobrinas que ocupan un espacio muy grande en sus corazones. El hecho de que ambos personajes se casen con mujeres amplía la historia e introduce a dos jóvenes esposas que, desde su inocencia y feliz confianza, van a recibir unas lecciones verdaderamente duras sobre la vida. Alma y Lureen le dan al relato una dimensión universal, pues los hombres y las mujeres se necesitan, a veces de forma inusual.

Este fue un relato difícil de escribir; a veces me llevó semanas encontrar la frase o la descripción adecuada para algunos personajes concretos. La escena más difícil fue el párrafo en el que, estando en la montaña, Ennis abraza a Jack y se mece con él mientras canturrea, un momento en el que se mezcla la pérdida de la infancia y su negativa a reconocer que tiene a un hombre entre sus brazos. Tardé una eternidad en escribir este párrafo exactamente como quería, y puse incontables veces la canción “Spiritual”, del disco de Charlie Haden y Pat Metheny Beyond the Missouri Sky (Short Stories), tratando de dar con las palabras adecuadas. Estaba intentando describir los incipientes sentimientos de Jack y Ennis, la triste imposibilidad de su relación, que para mí hallaba su expresión en esa música. Hasta hoy soy incapaz de escuchar esa canción sin que Jack y Ennis aparezcan ante mis ojos. Los retazos con los que se construye una historia provienen de muchos armarios.

Yo era una escritora que se estaba haciendo mayor, que se había casado demasiadas veces y, aunque tenía algunos amigos gays, había ciertas cosas sobre las que tenía dudas. Hablé con un ranchero de ovejas para asegurarme de que era históricamente correcto que un par de chicos de rancho blancos cuidaran rebaños a principios de los sesenta. En aquellos años, los trabajos escaseaban en Wyoming y hasta se contrataba a parejas casadas con hijos para pastorear ovejas. Uno de mis más viejos amigos, Tom Watkin, con quien una vez publiqué un periódico de pueblo, estuvo leyendo y comentando el relato a medida que lo escribía. Yo pensaba demasiado en esta historia. Se suponía que era Ennis quien soñaba con Jack, pero yo soñaba con ambos. Aún no me había distanciado del relato cuando se publicó en The New Yorker el 13 de octubre de 1997. Esperaba recibir cartas escandalizadas de personajes religiosos o moralistas, pero en lugar de eso las recibí de hombres, bastantes de los cuales eran peones de rancho de Wyoming y vaqueros y padres que decían: “Has contado mi historia” o “Ahora entiendo lo que ha tenido que pasar mi hijo”. Aún hoy, ocho años después, recibo esas desgarradoras cartas.

Me resultó turbador ver la película. No estaba preparada para el impacto emocional que recibí cuando la vi. Los personajes regresaron estruendosamente a mi cabeza, más grandes y fuertes de lo que jamás habían sido. Ahí estaba el tema que a los escritores no les gusta reconocer: hoy día, el cine puede ser más intenso que la palabra escrita. Sentí que, igual que los antiguos egipcios sacaban el cerebro del cadáver por las fosas nasales con un fino gancho antes de la momificación, el reparto y todo el equipo de la película, empezando por el director, habían entrado en mi mente y extraído imágenes. Tuve esa sensación especialmente con Heath Ledger, que conocía mejor que yo lo que Ennis sentía y pensaba. Su intimista interpretación de ese chico de rancho con una dolorosa necesidad de cariño crece de una forma tan poderosa que asusta. Resulta escalofriante ver situaciones que una ha imaginado en la privacidad de su mente, y ha intentado desesperadamente transmitir a los demás a través de pequeñas marcas negras sobre un papel, alzarse ante una en una experiencia visual deslumbrante. Me di cuenta de que yo, como escritora, estaba experimentando un viaje cinematográfico de lo más infrecuente: no habían destrozado mi historia, sino que la habían agrandado transformándola en apasionantes imágenes que agitaban la mente y encogían el corazón.

Aparte del paisaje, del virtuosismo de las interpretaciones, del extraordinario y sutil trabajo de maquillaje con el que envejecen veinte años a estos dos jóvenes, hay una acumulación de pequeños detalles que le da a la película autenticidad y credibilidad: las uñas sucias de Ennis en una escena amorosa; el viejo cartel de carretera “Límite de Wyoming”, que no se ha visto ahí desde hace décadas; la tripita que le sale a Jack a medida que se hace mayor; la mancha de esmalte de uñas que vemos en el dedo de Lureen durante la dolorosa escena del teléfono; el perfecto peinado texano de su madre; Ennis y Jack compartiendo un porro en lugar de un cigarro en los años setenta; las camisas intercambiadas; la cafetera de esmalte descascarado... se acumulan y nos convencen de la autenticidad de la historia.

La gente tal vez ponga en duda que dos jóvenes se enamoren en unas montañas nevadas, pero todos se creen la cafetera descascarada, y si la cafetera es auténtica, lo demás también lo es.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, llegué a tu blog en un rato de ocio. Me gustaría comentar q no he leido el cuento, ni tenía conocimiento de su existencia, hasta q la polémica del filme lo sacó a la luz.
El filme y la producción en sí, me parece q tiene virtudes q ya hyan sido mencionadas en el artículo. Sin embargo, cómo puede la escritora estar de acuerdo con su adaptación si los personajes no se parecen a su descripción en el cuento?! Es cierto q eso sería atentar contra las posibilidades de taquilla, pero estamos otra vez en esos terrenos de fantasías higiénicas, ascépticas, inodoras y estéticamente correctas q hollywood acostumbra.
También creo q sólo alguien muy "sensible" -hombre o mujer- aparte de la gente gay, aceptará esta película. Los comentarios de unos amigos "cultos", con maestría y lectores ávidos, estuvieron salpimentados con adjetivos clásicos como: maricas, putos, asco y cosas asi... esto es sintomático, y se puede tomar con una muestra en la recepción q la película tendrá por lo menos en méxico.
Con todo creo q no deja de ser una ilustración bonitilla y sensibilera de una historia con mejores intenciones.
Saludos.